martes, 11 de noviembre de 2014

Felicidad

Del filósofo político Thomas Jefferson pocas cosas hay que no sorprendan. Su defensa de la eliminación de la deuda pública, su denuncia de los bancos, para él más peligrosos que un ejército en la reserva, o el que declarara la caducidad de toda constitución porque no puede existir una ley perpetua, lo muestran como un demócrata con fundamento. El único presidente estadounidense que, habiendo servido dos mandatos, jamás quiso vetar resolución alguna del congreso, obtuvo el encargo de redactar la Declaración de la Independencia con poco más de 20 años. En el texto estableció tres derechos inalienables connaturales al ser humano por los que tendría que velar todo gobierno: la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. El debate sobre la fuente que pudo inspirar el célebre párrafo, suele recurrir a John Locke, aunque en el caso del filósofo británico, el tercero de los derechos, el de la búsqueda de la felicidad, es, en el texto original, el derecho a la propiedad. Vaya diferencia. Cuando se especula sobre lo que tenía en mente Jefferson al sustituir propiedad por ‘búsqueda de la felicidad’, se aduce su juventud, pero se recuerda también que a lo largo de toda su vida se declaró epicúreo.

Por desgracia el epicureísmo y la búsqueda de la felicidad tienen bien poco que ver con la política, al menos con la actual. Pero si volvemos al siglo XIX, vemos que también en el caso de otro gran filósofo político, Karl Marx, Epicuro juega un papel que no es menor. Protagoniza nada menos que su tesis doctoral, terminada en 1841, que establece las diferencias entre dos filósofos: el de Samos y Demócrito. Del primero Marx destaca que defiende el mundo sensible como fenómeno objetivo, y que por tanto, en clave decimonónica, frente al ‘idealismo’ que arguye una realidad independiente del mundo natural, Epicuro establece la materialidad como único criterio. Si lo material es suficiente para ser feliz no es relevante, porque la felicidad va asociada para Marx a la acción, eso es a la actividad productiva, siempre que esta se desarrolle en libertad. En un mundo en el que las relaciones de producción enajenan al hombre tanto de la actividad como del producto de su trabajo, la felicidad es un bien escaso. Si la 5ª enmienda convierte el derecho de la búsqueda a la felicidad, en derecho a la propiedad, el epicureísmo marxista, de existir, lo habría convertido en derecho a la propiedad sobre el propio trabajo.

Tal vez todo esto parezca excesivamente complejo. Pero en un momento en el que se extiende como la sarna la consigna utilitarista de que no hay izquierda ni derecha, conviene recordar que junto a la vida y la libertad hay un tercer derecho en discordia que marca la diferencia entre un modelo y otro de sociedad. Hoy, sometidos al idealismo del mercado (como corrector, regulador, legitimador), es la propiedad y su principal sacramento, el consumo, los que marcan el discurso hegemónico. La felicidad se plantea así como la consecución de un estatus, una experiencia individual asociada al poder y al disfrute, que se posee con respecto a los demás. El precio de la felicidad de los unos acaba siendo así, irremediablemente, la fatalidad de los otros, porque la felicidad no se articula ya desde la emancipación, eso es la autonomía o la realización de la persona, sino desde una propiedad que de manera inevitable comporta una estrategia de dominación. Así si la riqueza de los unos es la pobreza de los otros, y la libertad de los que poseen, determina la precariedad y la dependencia de los que nada tienen, la malentendida felicidad de unos pocos comporta la desgracia de todos los demás.

Esta es en esencia la diferencia entre la izquierda y la derecha: Que la felicidad y la realización personal sean fruto de la propiedad o se fundamenten en el trabajo y la emancipación humana. Parece un despropósito que haya quien niegue esta dicotomía básica, cuando parece evidente que hoy la ofensiva en pro de la precarización, la privatización y la desregulación nos hace a la mayor parte de la población cada vez más dependientes. Nuestra autonomía se quiebra cuando se cercena la sanidad pública, cuando se retiran los recursos para la educación y la universidad, cuando se lleva las pensiones al límite de la supervivencia, cuando se flexibiliza la contratación y se convierte el empleo en lo más parecido a un favor personal. Esa es la lógica de la derecha. Poseer el espacio de los demás, el espacio público y colectivo, el de los derechos y de los recursos compartidos, el de las materias primas, y así extender la dependencia y el control sobre los demás. Hay quien piensa que así alcanza la felicidad. Desde la izquierda tan sólo la podemos concebir desde la emancipación personal y humana. Y para eso no hay centro que valga. La única centralidad que importa es la del trabajo.

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