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Cuando hace 15 años Kosovo encaminóio su independencia, se vio arrastrada a ella por una espiral criminal alimentada por la limpieza étnica y la violencia militar. Hoy el estado de Kosovo es un estado necesario, pero también un estado fallido, que intenta superar un buen número de problemas de carácter estructural. La ruptura en las estructuras productivas y comerciales compartidas condenó la viabilidad de la mayor parte del tejido industrial. La desaparición de la unión fiscal condicionó la política monetaria y hasta hoy tiene consecuencias graves para la calidad y cobertura de los servicios públicos, pero también para garantizarle a la ciudadanía el acceso a prestaciones contributivas tan básicas como las pensiones. La liberación del dominio serbio no ha supuesto tampoco una mayor democratización de la sociedad. Los intereses que hoy le escriben el guión a la arquitectura institucional y a la economía, responden en buena medida a actores financieros y multinacionales extranjeros que comparten su afán de control con la élite local. Así, si hoy buscáramos referentes en la lucha por la autodeterminación en Europa, el ejemplo de Kosovo iría, con respecto al de Escocia, al otro extremo de la balanza.
De hacerse realidad las mejoras fiscales y competenciales prometidas por Londres, el gobierno del SNP tendrá, tras perder el referéndum, un nivel de autogobierno más limitado que Kosovo, pero una soberanía social más desarrollada y con mayores garantías democráticas. El ejemplo de madurez político dado por la sociedad escocesa a lo largo del proceso debería además recuperar para Europa el debate sobre la autodeterminación y la conquista de mayores cotas de soberanía fiscal y política para sus regiones y naciones históricas. Parece claro al menos que la regeneración democrática que le puede y debe devolver la legitimidad al proyecto europeo, pasa por superar el modelo actual, que reproduce en el Consejo Europeo el agotador juego de equilibrios nacido en Utrecht hace hoy más de 300 años, y que es difícil de conciliar con las aspiraciones democráticas de una buena parte de la ciudadanía europea que exige políticas sociales y económicas que generen valor desde la proximidad. Como recordaba José Antonio Nieto recientemente en un artículo, la subsidiariedad no agota esta demanda que precisa de avances en el federalismo fiscal y en la gestión territorial de las políticas socioeconómicas.
El affaire Pujol-Ferrusola demuestra hasta qué punto la dimensión del territorio no ofrece salvaguarda frente a la inercia corruptora de las élites financieras y económicas y su poder para socavar la democracia mediante la instrumentalización interesada de la política. El propio debate sobre la independencia, con la retroalimentación entre Génova y Córcega, sedes de dos partidos empeñados, a pesar de las estridencias y aspavientos, en apoyarse el uno al otro para taparse las vergüenzas aunque sea al precio de generar crispación, muestra hasta qué punto la dimensión del territorio no comporta en lo relativo a la honorabilidad del ejercicio político ninguna garantía adicional. Precisamente por eso la democracia, como fundamento y esencia de la política, es necesaria a todos los niveles; en el municipio, en el ámbito autonómico, pero también en la empresa, en la universidad o en el ámbito vecinal. Quien intenta acallarla imponiendo la legalidad constitucional a la legitimidad democrática, desvirtúa la Constitución como medio que garantiza la justicia, la cohesión y la paz social, y la reivindica como un fin en sí mismo que se impone al conjunto de la sociedad.
En la parte más desafortunada y lamentable de la intervención de Jordi Pujol en el Parlament de Catalunya, este amenazó veladamente con cortar la rama en la que habían puesto el nido él y algunos más. Tal vez sea esta la razón por la que a más de uno se le arrugó el pico. Sin embargo es de temer que en la rama a la que se refería el ex president de la Generalitat, convivan no tan sólo las aves autóctonas del establishment catalán, sino también aquellos pajarracos que hoy alzan el vuelo cual orgullosas águilas imperiales, cuando lo que les aprieta es todo aquello que tienen que ocultar. Por eso lo que se hace hoy más necesario que nunca es ejercer la soberanía popular y cortar la rama. A pesar de la destrucción de los nidos y de que se rompa algún que otro huevo, es previsible que la poda le convenga al árbol y que incluso le permita recuperarse para crecer un poco más. A la democracia le sobran la contaminación y los parásitos, y lo que precisa es vigor y fuerza. Porque las urnas no matan, sino que desactivan los conflictos. Muy a pesar de los pajarracos y de los pulgones.
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