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El Puente 25 de abril, junto a Lisboa, se alza a una altura considerable sobre el estuario del río Tajo. Un compañero de la CGTP portuguesa me comenta que la estilizada obra de ingeniería, que hoy lleva el nombre de la revolución de 1974, es el lugar escogido por un número demasiado grande de personas que quieren poner fin a su vida. De 8 a 9 mujeres y hombres le dicen los amigos de tráfico, deciden quitarse de en medio cada mes y saltar los 70 metros que les separa de una muerte segura. Parecen muchos, demasiados. Y sin embargo, la cifra resulta, lamentablemente, plausible. Según el Estudio anual de defunciones del INE de enero pasado, en el año 2012 fueron 3.539 las personas que se suicidaron en el estado español. Eso supone casi 10 suicidios diarios. Tres veces más en el caso de los hombres que en el de las mujeres. La tasa de fallecidos por suicidio aumentó, de 2011 a 2012, en un 11,3% y la privación voluntaria de la vida ya supone hoy en nuestro país la primera causa de muerte para los varones de entre 25 y 34 años. Una verdadera epidemia. El testimonio abrumador, exasperante y amargo de una sociedad que está al límite y que interioriza, brutalmente, un conflicto que la consume.
La historia, la circunstancia, los motivos o las denuncias de aquellos que deciden poner fin a sus vidas no forman parte de la crónica diaria ni de la actualidad informativa. Como en el caso de los coches fúnebres que circulan como fantasmas por la periferia de nuestras ciudades para ahorrarnos cualquier confrontación innecesaria con la muerte, también los y las suicidas son condenados/as al ostracismo y al anonimato para evitar que tengamos que enfrentarnos con el escándalo que supone su renuncia. Con cada uno de ellos pierde legitimidad, cohesión y salud nuestro sistema y también nuestra convivencia. Con cada uno de ellos y de ellas se hace un poco más evidente que, como en el caso de las enfermedades autoinmunes, una parte de nuestro organismo colectivo empieza a confundir lo propio con lo extraño, y abrasa, corroe y elimina también aquellas células que forman parte de su mismo tejido. Las ejecuta mediante la precariedad, la marginación y el miedo, pero también a través de la irreverencia, la frivolidad y la depravación que matan en la raíz la esperanza y la ilusión de todas aquellas personas que, por ser libres, le exigen a la vida un mínimo de dignidad y de coherencia.
Padecemos así un lupus colectivo, voraz, sistémico. Una enfermedad grave que nace de la irresponsabilidad, del cinismo y de la mentira. Del echar siempre las culpas fuera, de negar lo evidente, de convertir la realidad en un extenuante simulacro, de promover la injusticia y la miseria, de perseguir no más que el lucro, la notoriedad y el poder aunque sea al coste de la cobardía y de la infamia. Una buena parte de la sociedad está exangüe, y sin defensas. En ella se ceban todos aquellos que viven de la debilidad ajena. El reciente episodio del contagio del ébola a la auxiliar sanitaria madrileña demuestra hasta qué punto incluso el peligro de una epidemia resulta más tolerable y fácil de asimilar, que el espectáculo de la pandemia moral y política que atenaza al partido que nos gobierna. El privilegio canónico, absurdo y contradictorio, de trasladar a unos misioneros al coste del riesgo de extender el contagio, y el ataque furibundo, lacerante e inhumano, contra una profesional de la sanidad que pone en riesgo su vida para cumplir, aún en condiciones deplorables, con su tarea, demuestran hasta qué punto nuestro virus autóctono es tanto o más nocivo que el que pueda suponer el ébola.
La desfachatez, la insolvencia moral y la incompetencia que pone en escena el gobierno de Mariano Rajoy en cada una de sus empresas, ha alcanzado el grado de patología sistémica y supone una amenaza seria para nuestra salud económica, democrática y política. La incapacidad de hacer frente a las responsabilidades, la obsesión enfermiza por identificar culpables, con especial querencia si se trata del eslabón más débil de la cadena, ya sea el funcionario, el auxiliar sanitario o el maquinista ferroviario, invalidan a dos años de las elecciones el proyecto del Partido Popular en su conjunto. El gobierno no tiene frente al dictado de los mercados la soberanía suficiente, ni tampoco la autonomía necesaria ante los intereses financieros y de las grandes empresas. Es un gobierno dócil que es débil con los fuertes y que se ceba con los débiles. Es el producto de una parálisis democrática que gangrena el tejido social y económico, y que requiere con urgencia el flujo de sangre fresca. Para ser justos este lupus feroz que corroe los fundamentos de nuestra democracia debería contagiarse a sí mismo y extinguirse. El puente, que ya no une a nadie, sino que divide y separa, debería caer por su propio peso y hundirse para siempre en el océano.
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