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100 años después de la publicación de ‘Totem y Tabú’ de Sigmund Freud, Europa parece estar madura para el diván. La deriva hacia la xenofobia y el racismo, la extensión de la injusticia y de la desigualdad, la negación de los propios principios y valores o la entrega impúdica, casi grosera, a los mercados, muestran un proyecto, el europeo, que ha perdido el equilibrio moral, y junto a él, toda salud e higiene política. Si con su incursión en la antropología, Freud demostraba el inmenso potencial del psicoanálisis, es posible que esta práctica terapéutica pueda resultar también provechosa para la construcción europea, esa criatura difusa por naturaleza, que hoy parece abocada a la fatalidad. Parece probable que la pérdida del tótem natural de las tribus que conviven en la península euroasiática, léase la divisa o moneda nacional, haya postrado a éstas en una profunda consternación, desinhibiendo al mismo tiempo los apetitos, siempre incestuosos, del capital. Desatada su vorágine concupiscente, irrefrenable y material, este sin embargo ha mantenido en pie para la ciudadanía unos pocos tabús, que le permiten preservarse la autoridad y cierta proyección moral.
Por eso, mientras las élites se fusionan, abalanzan e intercambian en un aquelarre tórrido y voluptuoso, las buenas gentes intentan salvar las distancias y recuperar cordura y distinción a base de banderas, camisetas de fútbol y bardos tóxicos que berrean, como alces en celo, en el páramo helado de Eurovisión. Porque más allá de la lúbrica sensualidad financiera, la pervivencia del estado nación es una necesidad para la oligarquía europea a la par que un bálsamo para una ciudadanía zaherida y confusa ante el delirio al que se ven abocados sus sentimientos de pertenencia e identidad. El mecanismo de distribución de la riqueza, cuando esta va del pobre al rico, precisa de un feudo bien controlado y opaco para realizarse en todo su esplendor. Por eso es necesario el estado y la soberanía fiscal: Para controlar los resortes y recursos financieros, de tal manera que sea posible recortar en educación y sanidad al mismo tiempo que se fomenta la elusión y el fraude fiscal y se alimentan en Europa los más rancios prejuicios sobre decadencia y virtud. Y es que la fiscalidad precisa de fronteras por bien de la única frontera que importa, la que separa las rentas del trabajo de las del capital.
Por eso y de manera cada vez más irresponsable y mezquina se intenta, desde las élites, reforzar la maltrecha identidad del estado-nación, para facilitar así el dominio y el control. Se subraya, se juzga y se categoriza, se alimenta la vanidad o el miedo para que los ciudadanos de uno y otro lugar se sientan diferentes. Así se extienden estratégicamente las sospechas sobre la vocación parasitaria de algunos colectivos y personas; inmigrantes, nómadas, periféricos o parias. Se denuncia y falsea su voluntad de abusar de la hospitalidad de sus siempre generosos anfitriones y se les acusa de robarle a la clase media local, su merecido bienestar. Como en todo siempre hay excepciones. Especialmente para los muy formados, médicos e ingenieros, y para los empresarios adinerados, a los que su propio capital, material o humano, redime sobradamente del pecado que subyace a la diferencia original. Desde el Reino Unido hasta Alemania, pasando por Suiza o por la República Francesa, son ya demasiados los países que han caído en la misma simpleza y demuestran, sin avergonzarse, la misma temeridad.
No se explica este recurso al populismo y a los más bajos instintos si no se entiende el valor que tiene hoy el estado para la oligarquía empresarial y financiera. Este les garantiza el dominio económico mediante la soberanía fiscal y les asegura un dominio político, que ejerce mediante el juego populista del mérito y de la identidad. Con la pérdida del tótem, hay así dos tabús que resultan especialmente estratégicos para la supervivencia de la jerarquía en Europa, la inmigración y la fiscalidad. Ambos se mantienen al margen del debate europeo. Para ambos falta un proyecto común que permita trascender las fronteras nacionales y poner en jaque la frontera social. A estos dos tabús se suma tal vez un tercero que es el de una única arquitectura institucional. El de una construcción de la Unión Europea con una estructura administrativa común a nivel territorial. Tampoco aquí, y a pesar de los solapamientos, de la ineficiencia y de la rémora que comporta para la construcción europea, la élite quiere oír hablar de armonización europea. También aquí se vive y se experimenta la diferencia como la última frontera que salva la Europa de los privilegios, de su disolución en la Europa social.
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