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Tal vez el fino hilo que une el destino individual con el de un pueblo o nación, acabe liándose con frecuencia, también en el caso de los muy nacionalistas, en la madeja que nos viene a ser a todos la familia. Ya lo avisaba el propio Pujol cuando, al principio de su aventura al frente de la Fundación ‘Centre d’Estudis’, buscaba referentes en los que mirarse. Así, en la entrada del 5 de julio de 2005 “Necesitamos un debate sobre valores”, recuperaba a Helmut Schmidt “Hay que dar mucha importancia a la política de la familia” e incluso citaba a Gerhard Schroeder “el éxito económico requiere un tipo de valores que la familia ayuda a tener”. Si bien es conocida la veleidad de Pujol por lo germánico por un lado, y por la socialdemocracia de tipo nórdico por el otro, no deja de sorprender hasta qué punto su práctica personal supone, en términos políticos pero también familiares, una malinterpretación intencionada y alevosa del credo de estos dos ex cancilleres. Es de suponer que en este caso le viene de casta al galgo, y que entre el abuelo Florencio, retratado como evasor en el BOE del 9 de marzo de 1959, y la pléyade de denuncias que medio siglo más tarde persigue a sus hijos, Jordi Pujol no ha hecho más que interpretar el papel que le correspondía como eslabón en una larga cadena de pillerías.
Pero más allá del autoengaño y del turbio destino que marca las últimas tres generaciones de los Pujol, la crisis moral y política que sacude hoy a la sociedad catalana tras la autoinmolación pública de su prócer máximo, comporta algunos elementos que conviene estudiar. Así se confirma ahora hasta qué punto la construcción de las estructuras de poder en Cataluña desde los años ochenta ha reforzado el control hegemónico de la oligarquía catalana a través de un gran número de resortes dispuestos en el corazón de la administración, de los medios de comunicación, pero también en el tejido empresarial y financiero. Tras el órdago lanzado por Madrid en el marco del 9N y que le ha costado la cabeza al clan Pujol, habrá que ver cuáles son los nuevos equilibrios y cuáles las consecuencias de esta pérdida de la inocencia por parte del nacionalismo catalán. Así parece previsible la radicalización del discurso por una parte, y la extensión de una cierta frustración por la otra, que podría invitar a políticos como Duran i Lleida o similares, a recuperar con el beneplácito del capital el camino al centro o, mejor dicho, a la periferia, que es lo que se le exigirá ahora desde Madrid a todo catalán ‘sensato’.
Para los demócratas queda el maldecir el tiempo perdido desde que, en 1980, se sacrificara, contra todo pronóstico, la mayoría social de progreso existente en Cataluña. La elección de Jordi Pujol como Moisés que había de conducir a la sociedad catalana a la tierra prometida de la prosperidad y del autogobierno no pudo ser más desafortunada. Visto desde la distancia nos parece ahora evidente que aquellos que decidieron confiarle las riendas del país ni más ni menos que a un banquero, bien poco se habían de sorprender ahora si el Moisés en cuestión ha dejado de lado las tablas de la ley y el monte Sinaí en pleno, para huir montado en su becerro de oro en dirección al ocaso. Para los que siguen creyendo en la democracia, en la cohesión y en el progreso, se trata hoy, en un momento que coincide tanto en la crisis social y económica, como en la crisis de identidad, de recuperar aquella mayoría social. Para ello no existe otro elemento de confluencia que no sea el de la radicalidad democrática. Por una cuestión de orgullo, de coherencia y de futuro. Pero también por higiene moral y política.
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