domingo, 1 de junio de 2014

Mas allá de Chihuahua

El recientemente fallecido dirigente de la izquierda del labour británico Tony Benn, escribía en su diario, en diciembre de 1989: “Neil Kinnock ladra como un perrito alrededor de los talones de Thatcher y ella le da patadas para apartarlo a un lado”. La imagen es suficientemente gráfica, y recoge a la perfección la política con la que el líder laborista marcó tendencia en la socialdemocracia europea hasta principios de los noventa. Mientras barría la oposición interna con métodos antidemocráticos y dejaba en la estacada a los mineros en la huelga de 1984, Kinnock reforzaba desde una oposición simbólica el discurso hegemónico del consenso de Washington introducido por la dama de hierro, y ponía los fundamentos para la funesta tercera vía de Tony Blair. Este tipo de aventuras tienen un coste evidente, pero dan también sus frutos. Si bien el partido laborista dejó de ser la referencia como principal partido de la clase trabajadora, Neil Kinnock, pese a perder todas las elecciones, conseguiría ser escogido vicepresidente de la Comisión Europea y Comisario Europeo de Reforma Económica, responsabilidad para la que sin duda había acumulado méritos más que suficientes.

A lo largo de los siguientes treinta años, la historia se ha reeditado en diferentes países. De manera reciente en Dinamarca y con un guiño sorprendente. La en un principio aclamada socialdemócrata Helle Thorning-Schmidt que, a lo largo de los últimos años, ha dado uno de los espectáculos más lamentables de rendición ideológica y de traición programática, culminó hace poco su travesura política con un insólito acto de coherencia; casándose nada menos que con Steven Kinnock, el hijo de aquel político al que Tony Benn, a finales de los ochenta, pusiera a la altura de un perrito Chihuahua. No es de extrañar que haya sido precisamente en el Reino Unido, en Dinamarca y en Francia, donde en las elecciones al Parlamento Europeo haya triunfado la extrema derecha. Al abanderar las políticas de austeridad, que, como es público y notorio, no son ni sociales ni democráticas, la socialdemocracia ha abandonado un espacio político del que se han apoderado sin dudarlo los vástagos y herederos de los Jean-Marie Le Pen o Jörg Haider, pero también figuras como el danés Morten Messerschmidt, que presenta, ya en su mismo apellido, toda una declaración de intenciones.

El importante apoyo electoral a Marine Le Pen, Ulrike Haider o Nigel Farage, no es un seísmo político nacional, como lo denomina Manuel Valls, sino un terremoto político europeo en toda regla, que debería haber sacudido hasta el tuétano las conciencias políticas de todos los demócratas en Europa. Sin embargo no parece que el voto de castigo haya afectado al partido popular europeo, que ha perdido un 25% de su electorado (del 35,8 al 28,2%), ni tampoco a su ínclito candidato, el experimentado eurócrata luxemburgués Jean Claude Juncker. Por parte del presunto socialismo europeo, que ha perdido poco más de 10 escaños (de 196 a 185), sí parece reclamarse un cambio de actitud, pero tal vez se deba antes a la necesidad de reunir una mayoría detrás de su candidato Martin Schulz, que a la voluntad de introducir un cambio en profundidad en las políticas, ya sea en el plano fiscal o del empleo, ya sea en el marco más amplio de la previsible firma de un TTIP, que puede tener tremendas consecuencias para la UE. En nuestro país y al margen del desquiciado numantinismo de Pere Navarro, el PSOE parece haber asumido la derrota y plantear un cambio político que, esperemos, vaya más allá del relevo generacional y sea algo más que de naturaleza cosmética.

La socialdemocracia europea no lo tendrá fácil por dos razones: Por las traiciones y falsas promesas en el ámbito social, pero también porque en el marco de la gobernanza económica europea ha dilapidado el que era su principal capital: el respeto a ultranza de la democracia. Si en el caso de América Latina la democratización le ha permitido a la izquierda recuperar la hegemonía política en casi todo el continente, en Europa es la pérdida de democracia la que acompaña el auge creciente del neoliberalismo y de la extrema derecha. La construcción de una alternativa europea desde la izquierda habrá de hacer frente a lo que José Luís Álvarez llama con acierto ‘desconcierto táctico progresista’, eso es, consensuar una estrategia que permita aunar fuerzas en el interno y enfrentar con éxito la hegemonía en los medios, en los partidos y en el discurso público, que ha implantado el aparato financiero a lo largo de las últimas 3 décadas. Para eso será inevitable recuperar mediante un discurso sencillo, claro y emocional la confianza e ilusión de los que exigen democracia, justicia y cohesión social.

A pesar de aquellos que tachan de ‘populista’ todo lo que haga frente a la lógica perversa de la política ‘impopular’ (y por tanto antidemocrática), la izquierda europea ha de renunciar a los tecnicismos y tacticismos para conectar de nuevo con las necesidades de una ciudadanía que tiene en el paro, la precariedad y la marginación sus principales enemigos. Para eso tendrá que dejar de lado su eurocentrismo y enriquecer su constelación ideológica con otras experiencias políticas que nos vienen del otro lado del océano Atlántico. La diversidad de modelos, la estimulante frescura y coherencia de líderes como Mújica o Correa, son hoy la mayor esperanza para un continente europeo que parece derrumbarse políticamente bajo el peso de sus propias contradicciones.

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