martes, 17 de junio de 2014

Hiperrealeza

Todo se hereda. Si el reinado de Juan Carlos empezó con prisas y la coronación tuvo lugar apenas dos días después de la muerte del dictador, no parece que el de su hijo Felipe vaya a concedernos tampoco un instante para la reflexión. El resultado de las elecciones al Parlamento de la UE con una caída del bipartidismo a niveles desconocidos desde 1977, ha precipitado los acontecimientos. La sucesión monárquica ha desatado una campaña política y mediática que recuerda una estampida de elefantes, dispuestos a aplastar cualquier conato de crítica o exigencia de reforzar democráticamente un proceso que, para más de uno, despierta serias dudas. La operación relámpago con la que la división Brunete de comunicación patria ha inundado de empalagosas hagiografías, rendidos testimonios de eterna lealtad, amenazas apocalípticas y razonamientos por encargo los quioscos, televisiones y radios de este país, muestran hasta qué punto se ha desatado el pavor entre el estalishment. No es de extrañar. Con una aceptación del 3,72 sobre 10, un apoyo del 50% pelado, un 75% que dice que la figura de la monarquía no le inspira confianza, y un 85,3% que cree que la casa real está envuelta, de una u otra manera, en casos de corrupción, el horno no está para bollos.

Pero la exposición implacable del país a una avalancha insoportable de lisonja hiperrealista o, mejor dicho, de hiperrealeza, difícilmente puede ocultar que la mayor parte de la ciudadanía tiene pocos motivos para identificarse con esta casa ‘irreal’. Comenzando por el sueldo. Según el barómetro del CIS de diciembre pasado y al margen, que es mucho margen, de los 6 millones de ciudadanos que no pueden trabajar, el 50% de los que sí lo hacen, ingresan menos de 900€ netos… Casi nada comparado con los 292.752 que ingresa anualmente el rey, y que supera incluso, en 25.000€, el salario de la canciller de la República Federal Alemana, Angela Merkel. Al margen del uso y disfrute de un considerable número de propiedades públicas, el monarca acumula una fortuna que el Herald Tribune valoró en 1.790 millones de Euros, de los que se no se sabe la procedencia. Si como decía la princesa Corina el rey es un tesoro nacional, es de temer que el origen de su patrimonio sea un secreto de estado, por mucho que nos afecte al conjunto de ciudadanos. Y es que si el caso ‘Noos’ ha mostrado lo que se puede afanar actuando de la manera más burda, no es difícil imaginar lo que se podrá conseguir con algo más de sofisticación y poniendo algo más de empeño y discreción en el proceder.

Pero que nadie se llame a engaño. Más allá de la hipocresía que inspira la supuesta voluntad de representar al conjunto de la ciudadanía, la monarquía representa en primer lugar la ‘autoridad’ que impuso plazos y condiciones a la democracia española desde el mismo momento en el que esta se constituyó. La corona es por eso, antes que nada, símbolo de la consagración de un status quo que hoy mantiene cogidas de manera férrea las riendas de los medios, de la educación de élite, de las finanzas y grandes empresas, e incluso de la alternancia política. Con la excusa de que es fruto de un consenso plural en el que participó el abanico amplio de la oposición democrática a Franco, se pretende justificar la naturaleza monárquica del postfranquismo desde un pragmatismo que pervierte ya desde la raíz la naturaleza democrática del estado. Manuel Vicent lo planteaba recientemente con exquisita clarividencia: ¿Puede lo irracional acabar siendo pragmático? El mal menor, el consenso forzado puede suponer una solución momentánea y coyuntural, pero de ninguna manera se puede constituir en la esencia de un proyecto político que pretenda ser democrático.

Parece por tanto que la regeneración ética que de manera tan urgente precisan sociedad y política en este estado, no vendrá de la mano de un cambio en la persona que ostenta el poder en su más alta institución. De la misma manera que un Menganito I no puede mejorar en esencia lo que representa un Fulanito II, un Chichinabo V, por muy preparado que esté, no puede enmendar lo que ha malogrado su antecesor. La obsesión por dar continuidad a lo que resulta ciertamente insostenible no es sin embargo un defecto exclusivamente monárquico. Lo vemos también en otras organizaciones que realizan cambios postizos para disimular por la apariencia lo que no se atreven a atacar en la realidad. Es la confusión entre el contenido y la forma, aquello que empuja a buscar líderes más guapos o más jóvenes para vestir proyectos caducos y fracasados. Esa es la gran diferencia entre la república y la monarquía. Hace hoy 83 años un mes y 4 días, la ciudadanía de este país lo tenía muy claro. Tanto a la derecha como a la izquierda del espectro político. Hoy, en pleno siglo XXI, la ceremonia de la confusión se viste de gala y por nuestras calles y plazas se desparrama un olor a desencanto y flores mustias. Es menester abrir las ventanas, ventilar los pulmones y gritar con fuerza: ¡Viva la república!

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