miércoles, 25 de junio de 2014

El desierto

(Reflexiones tras la indigestión monárquica…)

Lo escribió hace más de diez años el buen amigo Martin Meggle. Nuestra sociedad se enfrenta a un proceso inexorable de ‘Desmineralización de la conciencia’. Se puede apreciar en la creciente ingravidez e inconsistencia de los argumentos que pretenden orientar la deriva a la que estamos expuestos. Se hace evidente en la rotundidad que visten los argumentos políticos y económicos, cuando no hacen sino perpetuar el error y la fatalidad. Se percibe en la falta de pudor, en la soberbia y en la desvergüenza con las que la mentira, la contradicción y la incoherencia, se imponen en la narrativa de la actualidad. En un mundo sin rumbo, sin razón y sin fondo, el monocultivo del individuo y la epistemología del consumo, como principal horizonte antropológico, desecan y pervierten la fuerza del pensamiento creativo, colectivo u orgánico, y nos condenan al imperio de una inteligencia que deviene periférica y falaz. La humanidad, como espectáculo irritante, como juego de reflejos hueco e inhóspito, como proceso huero y autorreferencial, se desmineraliza a pasos agigantados y alimenta un proceso ineluctable de desertificación global.

El desierto crece, escribió Friedrich Nietzsche en un célebre poema y añadió “¡Ay de aquel que alberga desiertos!”. Ya desde mucho antes se había extendido de manera silenciosa, aunque es ahora cuando lo hace de manera más mecánica y brutal. A través de la deshumanización de los recursos naturales y humanos. El cultivo de la razón sórdida ha desmineralizado los espacios de cohesión y de empoderamiento colectivo. Ha entumecido lo que tenían de fértiles las conciencias y ha sometido a la pura entropía cualquier conato de resistencia o de oposición. El proceso al que nos enfrentamos hoy es un proceso de desmineralización, pero también de destrucción controlada de la humanidad. Porque el riesgo, como estrategia implacable para que unos pocos puedan imponer la redistribución de la riqueza y de los recursos, precisa de la confusión, del pánico y de un miedo que ha de ser real. Por eso crece el desierto. En la ilusión y en las conciencias. En los espacios colectivos y en la riqueza que todos compartimos. En la educación y en las ideas. En la cultura y en la solidaridad.

El desierto crece en cada zona franca donde se condena a trabajar sin derechos. Se extiende en cada paraíso fiscal, en el que se refugia el producto de la codicia y de la especulación. El arenal insaciable se hace grande en las sentencias que condenan la expresión y la protesta, en los dictados y mandatos que imponen la austeridad, en los lobbies que pretenden someter a su yugo el ejercicio de la democracia y de la libertad. El desierto crece en los platos de los niños y en las manos de los ancianos, crece en el brillo sórdido de cetros, báculos y coronas. Crece en los contratos que generalizan la precariedad y la incertidumbre, en la tinta pútrida de escribas serviles y aduladores, en las mentiras de todos aquellos que perdieron antes la vergüenza que el respeto a la verdad. El páramo se hace inmenso a la derecha, pero también crece a la izquierda, entre todos aquellos que defendemos alternativas para un mundo que habría de ser algo más justo y algo menos desigual. Lo alimentan con polvo y lodos la ingenuidad, el capricho, el personalismo y la eterna deslealtad hacia unos principios, que luego acaban siempre por sacrificarse, a lo que se considera: ‘práctico’ o ‘real’. Así nos va en este mundo que crece con la fuerza de un páramo desierto que incluso a los grandes campeones y a los más zorros, convierte en náufragos. Héroes solitarios que disfrutan de una perenne victoria sobre todos nosotros, que no es más que otra manera de zozobrar.

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