miércoles, 12 de marzo de 2014

Valor industrial

La política actual comporta un grado cada vez más acusado de contradicciones. Una de las que más duelen, es comprobar el poco respeto que muestran muchos responsables políticos por la industria. Parece inconcebible, pero a un número creciente de decisores políticos les basta con el discurso del emprendimiento y de los sectores emergentes, mientras el futuro industrial se abandona al carácter ‘incontrolable’ de la globalización. Frente a esta posición de riesgo conviene recordar los orígenes del ‘relativismo’ industrial tal y como emergió en la estrategia neoliberal que encabezó Margaret Thatcher en la década de los años ochenta. Da pie a ello la lectura de ‘Chavs. La demonización de la clase obrera’, un excelente y refrescante análisis de Owen Jones, un joven activista y escritor británico, que denuncia en él la estigmatización de la clase trabajadora en nuestra sociedad actual. Como recuerda Jones, cuando la líder tory llegó al poder en 1979, su posición era la de un Partido Conservador que, ya tres años antes, había hecho profesión de fe: ‘No es la existencia de clases lo que amenaza la unidad de la nación, sino la existencia del sentimiento de clase’. Este es el credo desde el que, a lo largo de 10 años de gobierno, Margaret Thatcher libraría una radical lucha de clases que tuvo como objetivo central los sindicatos y que utilizó, como una de sus principales bazas, la desindustrialización.

Cuando la dama de hierro menos siderúrgica de la historia llegó al 10 de Downing Street, se encontró con una fuerte división del movimiento sindical y del laborismo fruto de la dura confrontación que se había escenificado a lo largo de lo que había sido bautizado como el ‘Invierno del descontento’ (78/79). Thatcher supo aprovechar esta situación y, con el apoyo solícito de la prensa sensacionalista, sembró la discordia y promovió con fuerza el desprestigio sindical. Los mensajes sobre ‘piqueteros agresivos’, sobre ‘sindicatos que tienen secuestrado el país’, se combinaron con imágenes de la basura pudriéndose en la calle, y con fantasías sobre cadáveres sin enterrar. Al mismo tiempo el gobierno tory introducía nuevas leyes que facilitaban el despido de huelguistas, reducían la indemnización por despido o revocaban las garantías que impedían a los tribunales confiscar fondos sindicales o imponer enormes multas a las centrales. Esta ofensiva thatcherista que pilló desprevenidos a los sindicatos, fue acompañada por el que sería el gran catalizador de las contrarreformas laborales y sindicales: Un aumento del paro que llegó a afectar a 4 millones de trabajadores/as y que ponía contra las cuerdas como nunca antes, a la clase trabajadora británica.

La política de mano dura en el tejido industrial y empresarial fue sin embargo perfectamente compatible con una creciente laxitud en la política monetaria y fiscal. El problema del excesivo crédito que había heredado el gobierno Thatcher, fue empeorado en base a toda una serie de decisiones económicas completamente erróneas que dispararon la libra en los mercados extranjeros y aumentaron hasta cerca del 20% los intereses bancarios. El resultado fue una pérdida de competitividad de la producción industrial británica a nivel global, y dificultades inabordables para la industria manufacturera, que se vio abocada con una intensidad brutal, desconocida hasta entonces, al cierre de de centros de producción y trabajo. En opinión de la primera ministra y de su círculo de acólitos, las finanzas y los servicios eran el futuro mientras que lo de producir cosas, pertenecía ya al pasado. A nadie extrañará, poco después se bajó la presión fiscal sobre la renta y el capital desde el 83 y el 98 hasta el 40% en su tramo más alto, y se compensó esta rebaja fiscal en los impuestos directos con una subida importante del IVA.

La sistemática destrucción de la industria devastó comunidades enteras y extendió el paro, la pobreza y la conflictividad por todo el Reino Unido. La delincuencia aumentó hasta extremos insospechados, y al desaparecer los empleos industriales para los jóvenes no cualificados, se introdujo el problema de la drogadicción en las comunidades depauperadas. El neoliberalismo de Margaret Thatcher había hundido los principales sindicatos, con una pérdida de afiliación y de cobertura de la negociación colectiva sin precedentes, pero había acabado al mismo tiempo con la conciencia, la fuerza y la solidaridad de una clase trabajadora que, junto a la industria, había perdido su principal medio de existencia. A la hora de recoger las cenizas y tras la desaparición de la funesta dama de hierro, no tardó en aparecer un joven laborista que a pesar de presentar algunas reformas a la involución Thatcherista, se jactó bien pronto de que las leyes sindicales en el Reino Unido seguirían siendo las ‘más restrictivas’ de Occidente. Como se habrá percibido, más de un trozo de este relato es extrapolable al momento actual. Mal que nos pese eso nos debe ayudar a entender que también hoy el valor que aporta la industria a nuestras sociedades no es tan sólo un valor económico, sino un valor político que es clave innegociable para nuestro progreso democrático y social.

No hay comentarios:

Publicar un comentario