martes, 25 de marzo de 2014

K de Krisis

Si el mundo se tuviera que dividir en dos mitades, personalmente optaría por diferenciar entre aquellos que intentan simplificarlo todo y aquellos que aceptan las cosas en su complejidad. Los primeros tienden a intentar arrastrar a los demás en su reduccionismo, mientras que los segundos son conscientes de que para entender las cosas hace falta algo más que gregarismo y complicidad. Se ha visto con la crisis de Crimea en la que son muchos los que han intentado llevar el agua a su molino, o dicho de otra manera, la tinta a su rotativa. Los paralelismos se han cebado con especial énfasis en países que empiezan con la K, como si le hubiera asaltado una pandemia política a las pequeñas naciones sin estado que tienen la mala suerte de incluir como primer fonema el que se conoce como consonántico oclusivo velar sordo. Y es que con ese nombre ya era como para temer lo peor. Y si no que se lo pregunten a los paisanos de Kosovo o de Kurdistán que a la luz del drama de Crimea, han visto revisitadas sus historias recientes… ¡Como si un proceso de autodeterminación tuviera algo que ver con un proceso de anexión! También en lo histórico, los cronistas y redactores han vislumbrado edificantes paralelismos, ya sea con la primera guerra mundial, de la que al fin y al cabo se cumple el centenario, con la guerra fría, tan asociada a cualquier cuestión que afecte a Rusia o, como parece más ajustado, con la guerra que enfrentó, en 1848, al Zar Nicolás I con medio mundo. En esta ceremonia de la confusión la peor parte se la llevan, como siempre los más pequeños. Y es una lástima, porque lo sucedido en Crimea permite distinguir una peligrosa dinámica que tiene que ver bien poco con la autodeterminación, pero mucho con la lógica del estado nación, o incluso, lo que sería peor, con cierta reminiscencia de corte imperial.

En la cascada de tópicos que se ha desatado y que incluye clásicos como la lucha por la libertad o el antagonismo este-oeste, se distinguen dos posiciones enfrentadas. Según dicen algunos analistas, en Ucrania se ha hecho patente la lucha entre los defensores de los valores modernos europeos y aquellos que defienden los trasnochados valores nacionales rusos. Para otros, el poder lo han tomado en Kiev nacionalistas y fascistas que, con apoyo europeo, ponen ahora en jaque no sólo a una parte importante de la ciudadanía, sino los intereses geopolíticos y económicos rusos. Esta confrontación que ha encendido un debate ficticio, simbólico y vacuo, ha permitido mantener ocultos uno de los motivos probablemente más evidentes para la sublevación. Si es incuestionable que en el bando ‘europeo’ se juntaban los defensores del acuerdo con la UE con fuerzas ultranacionalistas que bien poco tienen que ver con la defensa de la democracia o el pluralismo, también lo es que primaban aquellos que tenían en común la crítica y el odio hacia la oligarquía que ha estado saqueando Ucrania durante años sin el más mínimo pudor. Parece probable así que la reacción desproporcionada de Putin no se correspondería tanto con la dimensión ‘nacional’ del problema, como con una urgencia por eliminar el potencial de contagio que pudiera salir desde el Maidan hacia cualquier otra plaza rusa en la que exista también un potencial de rebelión frente al expolio social. Al apelar a la naturaleza ‘nacional’ del conflicto, Putin consigue además cohesionar las propias filas, erigirse en una suerte de héroe nacional y convertir de paso la tensión geopolítica en el germen de algo parecido a un renacimiento imperial, aunque sea al precio de saltarse el Memorando de Budapest de 1994 y de introducir una tensión en el área que angustia a la ciudadanía desde Bielorrusia a Kazajistán.

Sin embargo lo más curioso e inquietante de todo el proceso no ha sido la reacción de Putin, exagerada pero previsible, sino la de la propia Unión Europea con una primera y tímida incursión en el matonismo ilustrado e internacional. Lo que se ha puesto en escena con Ucrania supone un salto cualitativo que queda recogido a la perfección en una columna publicada por la semana pasada en ‘Die Zeit’ bajo el pomposo título de ‘Orgulloso de ser Europeo’. Allí se puede leer: ‘En el conflicto por Ucrania la UE se descubre como potencia. El enfrentamiento con la élite del Kremlin muestra la fuerza de Europa y relativiza las querellas de la crisis europea. Ahora a la UE tan sólo le falta tener conciencia de sí misma.’ El entusiasmo forzado, casi patético, que inspira este artículo, muestra la facilidad con la que algunos podrían utilizar esta crisis, también en Europa, para cohesionar las filas y distraer la atención, en la antesala de las elecciones al parlamento europeo, de los problemas que ha acarreado la pésima gestión de la crisis económica. Valga como referencia el resultado reciente de las elecciones municipales francesas para entender hasta qué punto ha sembrado la inquina, el despecho y la desafección la lógica de estado que inspira la gobernanza europea. Este paso supondría la deriva hacia un discurso ‘imperial’, con todo lo que tiene de fuego de artificio y de fábrica de humo, que le es totalmente ajeno al proyecto europeo y que supondría una seria renuncia a su vocación esencialmente pacifista y democrática. Plantear el conflicto con Rusia como un proceso de retroalimentación que puede dotar al proyecto europeo de autoestima, es una imprudencia colosal. Europa, Ucrania y Rusia no precisan de más conflictos ni de más orgullo nacional, sino que necesitan de procesos democráticos que legitimen las decisiones y aporten paz y cohesión social. No hacen falta ni los tanques de los unos ni tampoco la diplomacia invasiva y oportunista de los que creen encarnar la Europa del futuro.

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