domingo, 30 de marzo de 2014

EE(EU)UU

Entre las grandes transferencias que han marcado la crisis en Europa hay una que sorprende especialmente. Es la que ha convertido en periferia a los países de la cuenca del Mediterráneo y ha asentado el centro en el norte. No es que en términos económicos o industriales no se hubiera hecho notar antes este sorpasso civilizatorio, pero sin duda se ha completado con los zarpazos geopolíticos que ha dado a diestra y siniestra la gobernanza económica europea. El que fuera mare nostrum ha pasado a ser así el patio trasero de un proyecto político con una declarada vocación atlántica y los estados limítrofes como Grecia, Italia o España han ocupado, en lo relativo al grado de consideración, el papel de comparsas algo exóticos, de indudable talento gastronómico y gran acervo histórico. El nuevo centro europeo, que baña sus pies en el frío mar del norte, y tiene embadurnada las sienes con gomina financiera, ya había mostrado sus preferencias al esbozar, en abril del año pasado, los rudimentos de un Tratado de Libre Comercio con los EEUU. Sin embargo las notorias deslealtades e imperdonables excesos del espionaje norteamericano, entre otros, con el teléfono de la canciller alemana, echaron por tierra las mejores intenciones. No ha sido hasta la ocupación de Crimea y la crisis diplomática desatada por el gobierno ruso, que Europa ha querido volver a sintonizar su particular ‘West Side Story’; esa vigorosa historia de amor que tiene sus hitos más memorables en el Plan Marshall y el despliegue de las fuerzas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte.

Si a alguien le falta un argumento teleológico, eso es, un designio de naturaleza cuasi divina que fundamente esta relación portentosa, no tiene más que leer con atención el discurso pronunciado por Barak Obama el 26 de marzo en Bruselas. La oratoria del presidente de los EEUU es, como es sabido, de una calidad excelsa, y brilla en muchos fragmentos con luz propia. La seductora combinación entre sinceridad, determinación e idealismo, despierta una suerte de complicidad que convierte en zafio y desagradecido cualquier conato de crítica. Tan sólo cuando el presidente profesa abiertamente su fe en la dignidad humana y la hace extensiva a la cultura atlántica que une a Norteamérica con Europa, a uno le asaltan de manera indecorosa algunos fantasmas, desabridos, casi caninos, cuyos ladridos retumban desde Abu Ghraib hasta las alambradas caribeñas de Guantánamo. Del viejo continente habría partido, así Obama, la fe en la conciencia y la voluntad como fundamentos de la libertad. También la convicción de que leyes e instituciones están para proteger un principio meridianamente claro: que el poder se deriva del consentimiento de aquellos que son gobernados.A pesar de las comprensibles objeciones que pudieran plantear los descendientes de los nativos norteamericanos y de los esclavos, según el presidente este principio habría inspirado a un grupo de colonos a través del océano, y habría sido recogido en los documentos fundacionales que sirven de guía, aún hoy, a los EEUU.

El cordón umbilical entre Europa y EEUU sería por tanto de naturaleza liberal lo cual viene que ni pintado. Al fin y al cabo en Bruselas no tan sólo se trataba de cerrar filas frente al oso cavernario postsoviético, sino también de aprovechar los favorables alisios geopolíticos para sacar la negociación del Tratado de Libre Comercio de su actual parálisis. Aquí y en relación a los principios y valores transatlánticos conviene destacar que, al menos por la parte europea, el grado no ya de consentimiento, sino de conocimiento de lo que se está negociando es ínfimo o inexistente. El secretismo con el cual se avanza en las negociaciones, siempre al margen de la ciudadanía europea es, al parecer, directamente proporcional al grado de satisfacción que estas negociaciones inspiran en los más de 2.500 lobbies que tejen la madeja desde Bruselas. Y hay mucho en juego: la competencia desleal en términos laborales, la liberalización de los servicios, la pérdida del derecho a la diversidad cultural, la titularidad pública de los servicios de interés general, el que los inversores puedan imponer sus propias reglas. En definitiva, que el intervencionismo que se ha hecho patente con la gobernanza económica se haga aún más permeable a los intereses de las grandes corporaciones y dinamice aún más el proceso de privatización, desregulación y precarización que experimentamos actualmente.

Frente a tales enredos no queda más que reivindicar la naturaleza pacífica, democrática y social que inspira el proceso europeo. Frente a la obsesión atlántica y el gran apetito que parecen despertar en los unos y los otros los respectivos mercados, el futuro inmediato de la Unión tal vez precise de un plus de contención y de prudencia, por mucho que a algunos les puedan parecer cualidades excesivamente mediterráneas. Tal vez es hora de dejar de bregar y de empezar a recogerse para ver qué es lo que hemos logrado realmente. Sumar una nueva ambición a las ya desatadas por las sucesivas ampliaciones, por la intervención en derechos, o por la pauperización de la clase media, es convertir el proyecto común en una quimera inviable.

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