domingo, 16 de febrero de 2014
Ostracismo
Grecia bien vale una visita. Por ejemplo para ver los efectos directos de las políticas que de manera tan gratuita y poco legítima ha impuesto la troika en el ámbito de los mal llamados programas de rescate. Así se constata que, cuanto más se incide en la privatización, eso es, en la transferencia forzada de recursos desde el ámbito público al privado, ya sea mediante la nacionalización de la deuda de bancos y cajas, la privatización de los servicios públicos, el recorte en prestaciones y garantías mínimas, o la laxitud programada en la persecución de la corrupción y el fraude, más se fuerza a recurrir a lo público a aquellos que antes gozaban de una cierta autonomía. La pérdida del trabajo o pensión, comporta el descenso forzado a la marginalidad, y condena a una parte cada vez mayor de lo que antes era clase media, a vivir de la caridad o de la beneficencia. Así, mientras el patrimonio público se privatiza, aquellos que antes se ganaban el pan, ahora han de alimentarse en comedores públicos. Al mismo tiempo que se dilapida a precio de saldo la vivienda social, los que han caído en el último escalón de la precariedad, han de trasladar su dormitorio, hoy subastado o vacío, a los soportales de algún edificio en el que depositar el colchón para pasar la noche al resguardo del frío y la lluvia. Duele ver cómo en el país que vio nacer la democracia, hoy se asiste de una manera tan evidente a su brutal derrota. El golpe de mano de la oligarquía financiera, el poder de una plutocracia que, gracias a la hegemonía mediática y social, se siente más allá del bien y del mal, no lo habría tenido tan fácil, hace ahora 2.500 años, cuando existían prácticas que limitaban el uso despótico del poder.
Basta con visitar el museo del ágora para descubrir con qué saña los paisanos de Solón o de Sócrates marcaban en un guijarro el nombre de aquel al que querían ver apeado del poder y expulsado de la polis. En una suerte de democracia ‘preventiva’, la práctica del ostracismo permitía que, de haber una gran mayoría de ciudadanos que quisieran deshacerse del déspota, éste fuese condenado a marchar del país por un mínimo de diez años. Cuando hoy, 25 siglos después, leemos en la letra grabada con indudable rabia nombres como ‘Pericles’, no podemos dejar de imaginarnos qué nombres escribirían hoy los atenienses en la vajilla rota. El problema radica en que ahora, a diferencia de la polis griega, los que deciden ya no residen en Atenas, ni tampoco en Grecia. Con la globalización y el intervencionismo que caracteriza la gobernanza económica, global y europea, los centros de poder se han dispersado por el continente y por todo el planeta. Se encuentran hoy en la cima de inmensas torres de cristal, desde la que son unos pocos los que tiran de los hilos del poder sobre la economía y sobre las personas. Ahora es el poder de una reducida elite mundial, de las multinacionales, de una plutocracia global y desarraigada, el que condena al ostracismo a la población entera. Escribe sus nombres en los expedientes de desahucio, en los de extinción de plantillas enteras, en los listados interminables que recuentan aquellos que se han quedado sin un empleo, sin ayuda, sin la esperanza de que jamás vuelva a hacerles justicia una sociedad que se ha sometido al dictado de la codicia.
Grecia bien vale una visita. Porque es nuestro futuro inmediato si no ponemos coto pronto a la sinrazón que nos condena al ostracismo social y democrático. Por eso hoy la prioridad es recuperar la dignidad y abandonar la periferia a la que nos aboca el sistema. Para ello es crucial que se recupere un elemento tan central para el progreso y la justicia social como lo es la responsabilidad. Pero no la responsabilidad colectiva sino la responsabilidad individual: Frente a las causas de la crisis, ante el desbarajuste y la brutalidad social, visceral e innecesaria, que ha condenado a la marginalidad y a la precariedad más extrema a una parte importante de la ciudadanía. El informe elaborado recientemente por el Comité del Empleo y de Asuntos Sociales del Parlamento Europeo, liderado por Alejandro Cercas, describe con precisión ejemplar las faltas, mecanismos, y posibles soluciones a este despropósito político, social y económico que nos corroe desde hace ya 4 años. Hay sin embargo una cuestión que deja al margen, y es precisamente la responsabilidad sobre tanto dolor y sobre tanta ligereza. Con tal de trasladar la culpa del ámbito individual al colectivo, del banquero al ciudadano, se han despertado los fantasmas de la intolerancia en Europa y se ha puesto en cuestión las líneas maestras del proyecto común. Si es preciso desactivar la involución democrática y cívica a la que asistimos, habrá que depurar responsabilidades. Hemos de saber cuáles son los nombres que hemos de gravar en el guijarro roto de la Europa social que una vez defendimos. Para hacer justicia y condenar a los culpables al ostracismo. Pero también para ganarnos el derecho a una segunda oportunidad que, tal vez, sea la última.
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