domingo, 12 de enero de 2014
En el extremo
No se puede demostrar científicamente, pero en la política el sol sale por la izquierda y se pone por la derecha, ya sea en el plano personal o en el colectivo. Buena parte de las personas que se comprometen con la igualdad y la justicia social, acaban hincando la rodilla por cinismo o ante lo que suele llamarse el peso de la dura realidad. A la búsqueda de más seguridad y de un bienestar a cuya sombra envejecer apaciblemente, son presa del ocaso de aquellas ideas que les iluminaran en un principio. Le ocurre también a los grandes partidos. Es la historia de la socialdemocracia, o al menos su historia moderna. Pero también la de los partidos así llamados de centro, que, de manera inexorable, al paso del tiempo, corrigen sus posiciones hacia una interpretación del mundo más interesada. Le sucede incluso a la derecha más rancia. La que defiende sin complejos los intereses de la oligarquía, aunque, eso sí, lo haga siempre desde el populismo más funcional. También este elefante histórico, soberbio y tenaz, se siente tentado por aquellos que han ido un paso más allá. Con tal de no perder el hilo, el ojo ideológico siempre avizor, también el paquidermo político por excelencia radicaliza así sus posturas y se acaba acercando al extremo, aunque sea a costa de exponerse al vacío abismal.
Lo hemos visto en los prolegómenos de la campaña electoral al Parlamento Europeo. El fin de los plazos para restringir la libre circulación ha desatado una cascada de declaraciones, a cual más disparatada, por parte de líderes como James Cameron o el bávaro Seehofer. La amenaza por parte del uno de no permitir que ningún inmigrante abuse de prestaciones sociales en el Reino Unido, y del otro, avisando con actitud desafiante que ‘¡Quien estafa, vuela! muestran la ansiedad por poner fin a la fuga de votos a la extrema derecha. Parece que la agenda política europea la marcan hoy los ‘verdaderos’ y ‘auténticos’. Las señas de identidad de estos aprendices de brujo de la demagogia y la hipocresía política, son el racismo que presenta la inmigración como supuesta amenaza a valores presuntamente ‘nacionales’, y la crítica feroz a todo aquello que huela a Europa. Los líderes de estos partidos que tanto éxito cosechan en las encuestas, se dan un aire mundano que pretende resultar atractivo y que oculta cualquier sospecha de fascismo o radicalidad. El Front Nationale, el PVV neerlandés, o el UKIP británico, atraen así con sus cantos de sirena a los náufragos de la política en Europa, y detrás de estos, a liberales y conservadores, abrumados ante una posible y repentina pérdida de poder.
Resulta especialmente revelador en esta nueva constelación, que sean precisamente los partidos de la derecha los que han dado alas, con sus medidas financieras y económicas, al auge de la xenofobia y el extremismo. Ha sido la austeridad la que ha empobrecido y precarizado las condiciones de vida y de trabajo de las clases trabajadoras y medias. Ha sido el rescate de los bancos y el chantaje del crédito el que ha resucitado los más rancios prejuicios sobre los vicios nacionales de los unos y las supuestas virtudes históricas de los otros. Ha sido la gobernanza económica la que ha introducido un régimen antidemocrático en Europa, que no basa sus decisiones en la soberanía de los parlamentos, sino en la potestad ilegítima de los mercados. Han sido, en definitiva, los grandes partidos, y especialmente la democracia cristiana, los que mediante la privatización y la nacionalización de la deuda, han saqueado el estado del bienestar para condenar al desamparo a amplias capas de la población. No es de extrañar que ahora, ante la amenaza de marginación económica, la pérdida de democracia y la presión de una campaña amarillista que estigmatiza a los más vulnerables, la extrema derecha encuentre el terreno abonado para un discurso que viene cargado de emociones, de falsas promesas y de rencor.
Este es el marco en que, de aquí a unos pocos meses, del 22 al 25 de mayo, 375 millones de europeos serán llamados a las urnas para votar un nuevo Parlamento. Este disfrutará a lo largo de cinco años, de los poderes ampliados que le confiere el Tratado de Lisboa. Pero cuando al fin parece que vaya a asomar la democracia al gobierno de Europa, el peligro inminente es que se hagan con él aquellos que defienden su desaparición. Si lo consiguen nos abocarán a un nuevo capítulo de competencia entre países, una reedición del tan funesto darwinismo social. Hace 100 y 75 años respectivamente, la lucha por la hegemonía política entre estados forzó en Europa dos de las peores guerras que ha visto la humanidad. Hoy parece que son pocos los que quieran acordarse y muchos los que ceden al discurso del odio y la visceralidad. Por eso es crucial que las fuerzas, partidos y movimientos de la izquierda plural hagan campaña por un modelo social, justo y democrático para Europa. Una campaña sostenida, unívoca y rotunda que condene la gobernanza, la privatización y la transferencia de rentas, y abogue por el carácter solidario, comprometido y progresista de lo que sigue siendo un proyecto común.
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