miércoles, 1 de enero de 2014
Urbi enormi
Desde épocas remotas el solsticio de invierno ha sido tiempo de transgresión. Cuando el sol no levantaba cabeza más que a unos centímetros del horizonte, se iniciaba el invierno, y con él, el tiempo del hambre. Los animales eran sacrificados para no tener que seguir alimentándolos y, por unos días, se disfrutaba de carne fresca, acompañada del vino y la cerveza que habían fermentado pocas semanas antes. El exceso gastronómico y festivo marcaba, en un ritual colectivo de renovación, el instante previo al inicio de la época de la escasez y del frío. Mucho tiempo después, en una maniobra inteligente, aunque algo desleal con el copyright, la iglesia hizo suyo el simbolismo de estas fechas. Situó en ellas el nacimiento de su mesías, para hacer de él, como por arte de prestidigitación, el héroe de una renovación definitiva y total. Pero a pesar del misticismo infantil que quisieron imprimirle al solsticio, primero Roma, y más tarde la multinacional del consumo, éste sigue siendo, aún hoy, un momento de vivencia colectiva y de transgresión. Tal vez ya no destaque tanto, porque el grado de exceso global, en términos de dispendio y combustión, lo diluyen en el magma de una hipertrofia planetaria. En vez del ciclo anual que marcan las estaciones, parece como si en la actualidad fuera el propio ciclo de la especie humana el que se enfrentara, en una gran traca histórica, a su solsticio invernal. El frío y la escasez que encontremos en el páramo helado que nos aguarda allá fuera, dependerá, con toda probabilidad, del grado de cohesión y de conciencia que hayamos sabido alcanzar antes. Para ello, y a falta de mesías y dioses que substituyan a mujeres y hombres en el ejercicio de su responsabilidad colectiva, hará falta una reflexión en profundidad, un proyecto común y el desempeño tenaz y rotundo de la acción política.
La solución al descalabro que experimentamos hoy pasa por el desarrollo de la gobernanza global. Sobre ella medita Daniel Innerarity en un sugerente análisis (A Concept of Global Governance) que propone cuatro metáforas que definen y hacen visibles los ámbitos en los que se escenifica el reto al que nos enfrentamos hoy. Sorprende especialmente la última, en la que el filósofo vasco juega con dos conceptos: el pirateo y el pillaje, como expresión del nuevo paradigma global. Frente a un mundo de sólidas convicciones, a una organización social y política trazada con la firmeza de la regla y el cartabón, se impone, de manera imparable, el poder de una nueva dimensión. Una realidad política y humana en la que se desvanecen las fronteras entre los estados. Una nueva constelación líquida en la que la soberanía pasa a ser una quimera, que cede su potestad histórica a nuevos actores oceánicos, como los tiburones financieros, los grandes buques mercantes de las multinacionales, o una sociedad cibernética que es, en sí misma, todo un universo de metáforas marinas. En este mundo líquido no puede faltar tampoco el superviviente marítimo por excelencia. Se refugia en paradisíacas islas al amparo de cualquier ley o impuesto, esgrime su patente de corso para abordar navíos y robar la producción de otros, se enriquece de manera miserable gracias al tráfico de esclavos. Como el parásito, el pirata no puede existir sin un sistema social, político, internacional, al que no quiere pertenecer, pero sin el cual no puede vivir. Le sucede como a la economía financiera con la economía real. Tampoco la primera puede vivir sin la segunda, por mucho que la codicia del parásito alcance ya tal envergadura, que mata al huésped, aún a costa de su propia vida.
El sustento del pirata, ese saqueador que tan bien encarna los instintos y hábitos de agentes financieros, empresarios sin escrúpulos y gobernantes corruptos, es la rapiña y el pillaje. El expolio del medio ambiente, la ruina de industrias y empresas, la búsqueda del beneficio extremo, ya sea mediante el monopolio, el engaño o la corrupción, son sus principales señas de identidad. Lo encontramos en los consejos de administración de bancos y financieras, en la cúpula de algunos organismos mundiales, en los lobbies, los medios de comunicación, engrosando las filas de oligarquías y sectas. El pirata emerge de la debilidad de las naciones y se nutre de las diferencias, del corporativismo, de la antipolítica. Hacerle frente precisa de un gobierno mundial que, he aquí la paradoja, se ha convertido en un objetivo irrealizable en esta nueva dimensión ‘liquida’. Naciones Unidas, como proyecto común, depende de la soberanía de los estados, y sin esta, difícilmente puede garantizar el ámbito del derecho internacional. Por eso es preciso un nuevo comienzo. Construir la gobernanza global desde un impulso simultáneo y democrático que tenga su fundamento en la responsabilidad mutua. Frente a la amenaza de piratas y parásitos, hay que ligar libertades, como el comercio o la libre circulación de capitales al respeto estricto de derechos comunes, ya sean civiles, políticos, laborales o sociales. Tan sólo si unos derechos limitan los otros, se podrá poner coto al pillaje. Para eso hace falta construir la soberanía global. Hoy, la bendición que precisa la humanidad ya no es la del ‘urbi et orbi’, a la ciudad y al mundo, sino la del ‘Urbi enormi’, una ciudad vaporosa y oceánica, en la que quepamos todos, y en la que se hagan realidad democracia, progreso e igualdad.
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