domingo, 8 de diciembre de 2013
Concertino & Concertina
El espectáculo del intercambio verbal entre la alcaldesa Ana Botella y el portavoz socialista Jaime Lissavetzky en el pleno madrileño sobre la huelga de basuras fue sin duda lamentable. La agresividad que no contundencia del uno y la incoherencia y falta de criterio retórico de la otra, conjuraron una de esas estampas amarillentas y sucias, a las que por desgracia nos tiene ya habituados el teatro democrático en este país. Pero de la barahúnda verbal de la esposa del ex presidente José María Aznar se desprendió una de esas perlas que, por improvisadas y espontáneas, permiten comprender la perspectiva que tiene de sí misma la derecha española. Después de anunciar su reticencia a entrar en un discurso ideológico, la alcaldesa, señalando con el dedo la bancada popular, manifestó que los que estaban sentados allí representaban la ideología que había traído mayor progreso a la humanidad. Esta sentencia, sin lugar a dudas sorprendente, especialmente cuando la mayor parte de la población se ha visto apeada con el PP de cualquier tipo de progreso, demuestra hasta qué punto el partido popular ha convertido en hábito la propensión a hacerse trampas al solitario. Pocos días después, en otra acometida, tan furibunda y torpe como la de Ana Botella, el ministro Jorge Fernández Díaz reforzaba la sospecha de lo sensible que llega a ser la derecha española a las mieles del autoengaño. Que un representante público, responsable de las fuerzas de seguridad, pregunte de manera cuartelaria, casi rufianesca, a un oponente político que fuera víctima de un atentado terrorista, si pretende darle lecciones de democracia, es de mal gusto. Que achaque a la herencia recibida, eso es al eterno rival, el malestar que despiertan las propias políticas, resulta turbador e inaudito.
Una y otra declaración corrobora, que el gobierno cree a pies juntillas que es la situación económica la que genera las resistencias y no la percepción que tiene la ciudadanía de unas políticas, que son ineficaces e injustas, y de un modelo, el del bipartidismo, que conlleva unos niveles intolerables de solipsismo y corrupción política. Ya sabemos que forma parte del genoma de la derecha el percibir a la sociedad como una masa amorfa y reactiva, a la que por su condición, irracional e imprevisible, conviene contener en su cauce. Las veintidós mil manifestaciones que se han producido en la historia reciente de este país, son así no más que una respuesta visceral y súbita a una situación de la que no se puede responsabilizar al partido en el gobierno. Son expresión, en fin, del desagradecimiento y de la incomprensión de una sociedad incapaz de apreciar el papel que se ve obligado a interpretar el partido popular en un momento histórico de especial dificultad. Esta visión instrumentalizada, objetivada, cosificada de la sociedad española libera al gobierno de cualquier responsabilidad y justifica actuaciones como la introducción de la ley de seguridad ciudadana, que suponen una auténtica involución democrática y delatan una evidente deriva autoritaria. Pero tengámoslo claro. El gobierno Rajoy actúa no por dar respuesta a las acuciantes necesidades del momento, sino para estar a la altura del papel que cree que le ha reservado la historia. Una misión cuya meta nunca está del todo clara, porque la van ajustando día a día los poderes que la inspiran, en función del grado de resistencia social y ciudadana que suscita su puesta en práctica. Una misión que tiene un carácter ‘inevitable y necesario’, y que el gobierno ejecuta desde una convicción que está a medio camino entre la inspiración divina y el arrebato ideológico.
Esta es la mezcla explosiva que reproduce, también a comienzos del siglo XXI, el esquema que ha venido a ser el clásico de este país. La elite económica y financiera marca los objetivos con tal de aumentar su patrimonio y posición. El aparato político, emergido desde la carrera ministerial, desde las escuelas de negocio, o desde la lógica más chabacana que acompaña el bullicioso quehacer de la oligarquía, los persigue con fruición y celo. No lo hace por el beneficio de unos y otros, eso cree, sino por dios, por la patria, y porque alguien ‘lo ha de hacer’. Es esta vocación apostólica la que elimina las dudas, limas las diferencias internas y permite ajustar las piezas del aparato con la lógica de una apisonadora. El espectáculo, que para el común de los mortales no deja de ser una patraña maliciosa, para los acólitos resulta una revelación de naturaleza casi mística. Hasta tal punto es poderoso el autoengaño. Tiene el aire rancio de una bodega y el rumor melancólico de un estribillo legionario. Tan sólo desde un grado evidente de obnubilación se puede defender por ejemplo el papel pasivo de las cuchillas que se quieren instalar en lo alto de las vallas que marcan el perímetro fronterizo en Melilla. En contra del criterio de la comisaria europea y desde la supuesta complicidad con todos aquellos españoles que así se libran de ver una amenazante multitud de inmigrantes pobres paseando por sus calles, el ministro ha dejado claro que también tiene ganado ese debate. Manías de concertino y primer violín de las fuerzas del orden. Será que tiene la certeza de que con censurar el nombre de ‘cuchilla’, e imponer el eufemismo melódico de ‘concertina’ hasta el acero se ablandará. Al fin y al cabo la concertina es ese bandoneón alargado que, junto a la bocina, ha sido desde siempre el instrumento más querido por toda suerte de payasos.
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