domingo, 24 de noviembre de 2013

Superavidez

Jean-Baptiste Colbert, estaba convencido de que los estados están en lucha constante por los mercados. Entendía que el poder, la grandeza y la abundancia de la nación se medían por la acumulación de capital, y se alcanzaban favoreciendo la exportación y poniendo trabas a la importación mediante la imposición de aranceles. A pesar de los tres siglos que los separan, diríase que el ministro de finanzas de Luis XIV y la canciller alemana, son almas gemelas. La obsesión por la balanza de cuenta corriente es la misma, y las diferencias mínimas. Si en el siglo XXI ya no está bien visto poner trabas a la libre circulación de mercancías, pues se recurre a otras triquiñuelas con tal de garantizar el sacrosanto superávit. Una medida sencilla es por ejemplo la de precarizar el empleo hasta disponer de una fuerza de trabajo que no pueda vivir de su salario y que precise de la ayuda social para llegar a fin de mes. Esto ofrece una doble ‘ventaja’ estratégica. En primer lugar se obtiene una mano de obra barata para reforzar la ‘competitividad’, y en segundo lugar se tiene la garantía de que la demanda interna estará suficientemente ahogada como para que no haya mucho que importar. Si además se dispone de una periferia geopolítica suficientemente endeudada, que ejerce de cómodo lastre sobre la volatilidad de la divisa compartida, el éxito está asegurado. Así se consigue acumular riqueza y poder y se llega a ejecutar la política de estado con la arrogancia de un monarca absolutista que confunde su supremacía contable con una superioridad nacional e histórica. Esa es por desgracia la sensación que transmite la política económica del gobierno alemán. Con ella el proyecto común europeo se ha visto conducido a un callejón sin salida en el que la amenaza de la deflación, el desempleo masivo, la xenofobia y el creciente desencanto por parte de la ciudadanía, se ciernen como una afilada sombra sobre la viabilidad y el interés que suscita hoy la Unión Europea.

Las críticas a la política económica alemana aparecidas en el reciente informe del tesoro de EEUU sobre el mercado de divisas, han devuelto a la actualidad las denuncias sobre la visión neomercantilista que inspira al equipo económico de Angela Merkel. Frente a las denuncias de japonizar la economía europea y de alimentar los impulsos a la deflación a nivel global, la respuesta de sus responsables ha sido, una vez más, a la defensiva, arguyendo incomprensión y envidia. Incomprensión porque no se quiere aceptar que la responsabilidad sobre el impacto de la crisis recae única y exclusivamente en los ‘perdedores’. Envidia, porque la competitividad es poder, y este se concentra hoy en la República Federal. El relato hegemónico en Alemania, que Martin Wolf describía recientemente, en el Financial Times, como ‘mítico’, promueve una serie de apreciaciones que se presentan con la rotundidad de un axioma. El origen de la crisis radica en la malversación fiscal y no en la gestión irresponsable de los créditos transnacionales. Las compras de bonos del estado por parte del banco central animan la hiperinflación. Es la competitividad la que determina el superávit comercial, no el balance entre la oferta y una demanda insuficiente. Estas premisas se plantean desde una filosofía económica en la que los estados coexisten en un entorno de fuerte competencia, y en el que la competitividad es lo más parecido a un derecho natural que se conquista desde la tenacidad y el sacrificio. Así la sociedad alemana habría puesto su parte cumpliendo con la agenda 2010 y por eso estaría disfrutando, desde el año 2004, de un superávit comercial superior al 6% del PIB. Un superávit que nace de la productividad, pero aún con mayor fuerza de la limitada demanda interna de un país con 7 millones de trabajadores pobres, cuyo estado, uno de los más ricos de Europa, tiene reducida a la mínima expresión la inversión pública.

El compañero Patrick Schreiner, que desde su web ‘www.annotazioni.de’ hace un seguimiento estricto de las contradicciones y servidumbres de la política económica alemana, destacaba recientemente hasta qué punto esta visión mercantilista entra en contradicción con el liberalismo que propugna el gobierno de la canciller Merkel. Recuperando a Adam Smith y su obra ‘La riqueza de las naciones’ recordaba cómo el pensador anglosajón defendía que no es la acumulación de dinero, capital, oro o plata la que determina la riqueza de un estado, sino el volumen de los bienes de consumo que están al alcance de su ciudadanía. Si se contempla la demanda interna alemana hoy, parece evidente que lejos del libre mercado, el estado alemán persigue la acumulación de capital y la hegemonía geopolítica. Para poder hacer soportable los desequilibrios internos, como en tiempos pasados, el gobierno, en estrecha alianza con los mass media, ha resucitado los más rancios tópicos e introducido un discurso que atribuye la preeminencia a la baja calidad moral de su entorno. En 1967 la ley alemana para la promoción de la estabilidad y del crecimiento de la economía proponía un cuadrado mágico con cuatro elementos que debían equilibrarse constantemente. Se trataba entonces de la estabilidad en los precios, un elevado nivel de empleo, el equilibrio de la balanza comercial y un crecimiento económico constante y ajustado. Cincuenta años después la Alemania reunificada ya no está dispuesta a mostrar al mundo cómo se puede generar riqueza desde el equilibrio. Hoy, como en tiempos de Colbert, lo que manda es el superávit, o mejor dicho, la superavidez. Y es que como decía Luis XIV: “A quien puede dominarse a sí mismo, pocas cosas hay que se le puedan resistir”.

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