domingo, 17 de noviembre de 2013
Entre profetas y faraones
Es de temer que el mentón perfectamente rasurado de Artur Mas dé paso, en breve, a la poblada barba de un Moisés. Las declaraciones realizadas en su visita a Israel demuestran una fuerte vocación por liberar al pueblo catalán de las garras del faraón, y conducirlo a la tierra prometida. Da cierto respeto el imaginarse al honorable President separando las aguas, ya no del mar Rojo, sino sencillamente del Besós, pero más inquieta aún adivinar a qué Dios apelará Mas en su particular Monte Sinaí, suponemos que Montserrat, para que le hagan entrega de los diez mandamientos. Porque parece probable el peligro de que se acabe infiltrando en la ofensiva nacional, si es que esta trata de ligar destino y religión, no ya un papa gaucho, sino el mismísimo Rouco Varela. Pero, en realidad, los catalanes y catalanas conforman una identidad heterogénea y poliédrica, que desde los albores de la modernidad tiene bien poco de religiosa. De siempre es una identidad con un fuerte acento mediterráneo, hecho de hospitalidad y de tolerancia que reserva un papel central al diálogo y al respeto mutuo. De aquí que comparar a Catalunya con el estado de Israel es, con toda certeza, una boutade algo alevosa y, es de temer, premeditada. Una pieza más en el guión que pretende hacer visible a nivel global el agravio democrático que se le hace a Catalunya, pero que interpretado en semejante clave bíblica, no hace más que presentarnos al mundo como lo que no somos: un pueblo excluyente, egoísta e injusto.
Que el ansia de internacionalizar el conflicto catalán pase por equipararlo con uno de los más detestables de la historia reciente de la humanidad, supone un error grave. Más aún cuando Catalunya acogió en 1995 la cumbre euromediterránea que lanzó el proceso de Barcelona, y es hoy sede del Secretariado de la Unión por el Mediterráneo. El despropósito ante el pueblo palestino y por extensión ante buena parte del mundo musulmán, debilita la posición estratégica del gobierno catalán en este contexto geopolítico, y es, sin duda, otro de los frutos venenosos que brota de ese arte de la improvisación, que, con tanto ahínco, parece cultivar el gobierno de Convergencia i Unió. Así se le substrae todo atractivo a la causa democrática catalana y se pone viento en las velas del gobierno del partido popular, que, de esta manera, conquista más argumentos y afinidades para promover el aislamiento internacional de Catalunya. Tampoco ayuda aquí que el ‘asociado’ al gobierno de CiU le ponga en bandeja a los medios de comunicación, desde un Parlamento Europeo que conoce de sobras, unas declaraciones que transmiten un halo de matonismo y chulería que está en las antípodas de lo que viene a ser el carácter social y cultural de la ciudadanía catalana. Parece evidente que la lógica de ‘internacionalización del conflicto’ que inspira la política exterior de la Generalitat, es una bomba de relojería. Amenaza el trabajo de filigrana diplomática realizado durante décadas por el conjunto de los actores sociales y políticos con tal de tejer un entramado de simpatía y complicidad internacional, y refuerza la incomprensión y el distanciamiento frente a la legítima demanda democrática de los catalanes y catalanas.
Una posible explicación a las torpezas descritas, sería que la internacionalización del conflicto no es más que la expresión en el marco de la política exterior, de la estrategia ‘nacional’ de extensión del conflicto. Esta pretendería que más allá de la convocatoria de un plebiscito, lo que tenga lugar sea la radicalización del debate para invitar, no ya a ejercer la democracia mediante el voto, sino a hacerlo desde una tensión que reforzaría móviles y condicionantes mucho más primarios que los de la ilusión y la voluntad política. Eso representaría una gran traición a la confianza que le debe cualquier gobierno a la sociedad a la que representa, pero supondría además un nuevo error de calado. Y es que ante cualquier reto histórico, ya sea el de superar la crisis política y económica que está poniendo contra las cuerdas a la clase media y trabajadora, ya sea el de hacer frente a un profundo cambio en el marco institucional, se precisa, por encima de todo, de la cohesión social. Y no se podrá cohesionar a la sociedad catalana, pero tampoco a la comunidad internacional en torno a la cuestión identitaria, sino que el único elemento de consenso realmente ‘internacionalizable’ es el derecho al plebiscito democrático. Por esa vía el talante autoritario del gobierno español y del partido popular tardarían bien poco en ponerse en evidencia. Por tanto es hora ya de no confundir más y de intentar extender el consenso en torno a lo único que realmente importa; el derecho a decidir. Esto vale para israelitas y egipcios, para indios y navarros. Hoy supondría una importante señal de madurez que la política hiciera un acto de confianza y mostrara que su principal preocupación es la de escuchar a la ciudadanía. Aunque habitualmente eso es algo que, ya sea a los profetas o a los faraones, les resulta muy difícil de entender.
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