domingo, 13 de octubre de 2013

Marca blanca

La Constitución de Cádiz establecía en su artículo 13 que “El objeto del gobierno es la felicidad de la Nación”. Pasados 200 años parece evidente que si se ha alcanzado tal fin tan sólo ha sido de forma harto esporádica. Ya sea por incapacidad manifiesta, o tal vez por desidia y desdén, la ciudadanía española ha sido condenada a experimentar a lo largo de su historia moderna una retahíla imparable de calamidades, en la que se han sucedido, cual galería de esperpentos, las más abstrusas formas de gobierno. Del absolutismo a la restauración, de la dictadura a la mayoría absoluta, todas ellas se han caracterizado, en mayor o menor medida, por la corrupción, la indolencia y la mala gestión. Al margen de dos o tres excepciones, tal vez el sexenio democrático, la segunda república o la transición democrática, la vivencia política en el estado español no ha sido precisamente la de la felicidad y la ilusión por un proyecto común, sino la del desengaño constante y de la desafección. En los pocos momentos en los que ha irrumpido la esperanza por un cambio, las fuerzas del progreso y de la renovación se han visto barridas, siempre de nuevo, por la fuerza bruta que emana de la más implacable inercia.

Así en la historia del estado español, los pocos momentos de inspiración colectiva desataron inevitablemente la patria tempestad. El miedo ante lo desconocido, la indignación, la gazmoñería, soliviantada y aterida ante la más remota posibilidad de perder el control, impusieron, una y otra vez, ya fuera a sangre o a fuego, el mismo golpe de timón. La huida hacia el pasado, la regresión como estrategia para redimir los pecados de un progreso que algunos entendieron siempre como amenaza a su patrimonio y posición. Por eso se trabajó infatigablemente en la recreación postulada de un pasado glorioso y remoto. Se exaltó en mística letanía la cantinela de los reyes visigóticos, las virtudes uterinas de Covadonga, las excelencias administrativas del imperio ultramarino, el talento universal de los próceres de una cultura rica y vasta, a la que al mismo tiempo se le negaban todos los matices. Mal que les pese a algunos, España no dio jamás para alimentar una idea concluyente de nación. Ni convirtiendo las flamencas en valquirias, ni el santoral en elenco mitológico de héroes, fue creíble nunca lo de la España ancestral. Para eso sobran naciones, identidades e historias.

Por otra parte, la alternativa moderna, la de un país de ciudadanas y ciudadanos, ha sido devastada, a lo largo de los últimos 200 años, a través de innumerables contrarrevoluciones y contrarreformas. A cual más cruenta. La última y tal vez definitiva, la que experimentamos hoy con el gobierno del Partido Popular. El autoritarismo, la mezquindad y la fanfarria que inspira las leyes y maneras del equipo de Mariano Rajoy, rompen con cualquier esperanza de consenso que pudiera justificar el esfuerzo por un futuro común. La lógica que plantean los grises argumentos de ministros como Montoro, Wert o Gallardón, es la de la injusticia, la precariedad y la fuerza mayor. Nada que vaya más allá de invitar a la ciudadanía a ocupar el lugar que creen le corresponde; a la sombra de la inefable curia y de una oligarquía desencajada por la hipocresía y la corrupción. Como socorrida alternativa, y con tal de evitar un debate siempre incómodo, esta España postmoderna se presenta ahora, no ya como un país de ciudadanos, sino como una nación de consumidores y usuarios. Un conjunto de individuos que se identifica no ya con sus derechos, sino con las veleidades y cosméticos valores de una marca comercial.

La marca España supone la deriva definitiva de la maltrecha historia de la construcción de una identidad nacional. Es no más que el intento de ocultar mediante valores como la deportividad, la creatividad o la simpatía natural, una realidad marcada por la corrupción, la falta de solidaridad y la injusticia social. Cuando 6 millones de personas permanecen condenadas a la inopia, cuando se pierden y venden día a día derechos y servicios conquistados a lo largo de décadas, cuando se recuperan, en definitiva, supuestos valores que pertenecen a épocas anteriores a la democracia, resulta de una zafiedad insoportable pretender convertir el país en un reclamo publicitario. Es no más que celofán, una espesa capa de gomina y de cera litúrgica que pretende tapar la realidad. Un intento burdo y lastimoso por despistar. Dígase bien claro. Por muy grandes que se presenten las banderas, por muy fuerte que se escuche la marcha real, el estado que propugna la derecha española desprecia los derechos y anhelos de su ciudadanía. Es no más que un país sin proyecto ni alma, que se incorpora como marca blanca (bueno, bonito y barato) al supermercado global. Disculpen, pero la identidad era otra cosa…

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