domingo, 6 de octubre de 2013

Lampedusa

Las imágenes de las mantas en Lampedusa, plateadas y doradas para los vivos, azules y verdes para los muertos, han hecho estremecerse una vez más a la ciudadanía Europea. El enésimo naufragio y sus funestas consecuencias, esta vez a menos de medio kilómetro de la costa de la isla italiana, muestran la deshumanización que ha alcanzado la política de estado en términos de inmigración. Porque hoy sigue siendo ilusorio hablar de política de inmigración europea. A pesar de Schengen y de la situación demográfica que tanto se utiliza y tergiversa para aducir la necesidad imperiosa de ‘reformar’ cuestiones tan críticas como las pensiones, Europa sigue sin tener un proyecto claro en política de inmigración. Al igual que en la fiscalidad, se reserva la iniciativa y potestad a unos Estados, que no disponen ni de los medios ni de los recursos necesarios para gobernar con éxito la situación. La incapacidad de desarrollar una política de inmigración europea coincide con otra imposibilidad, connatural a una Europa mercantil y utilitarista, la de articular o esbozar una identidad europea en la que pueda reconocerse la ciudadanía y que exprese su vocación histórica por la solidaridad y la justicia.

Una política de inmigración europea habría de establecer un marco único de acceso a la Unión por parte de los ciudadanos y ciudadanas extracomunitarios. A su vez habría de garantizar la asunción inmediata de todos los derechos vinculados al estatus de ciudadanía europea, ya sea en términos de derecho al trabajo, residencia, o libre circulación para aquellos que acudieran a Europa. Bien al contrario, el marco legal existente condena a los no europeos a vivir y trabajar como ciudadanos de segunda clase. Se restringe su derecho a la libre circulación o a servicios de primera necesidad, como la sanidad, la formación o la ayuda social. Fija además criterios selectivos al vincular el derecho de acceso a la Unión Europea a la contratación laboral (estacionalidad…) o a las competencias profesionales (tarjeta azul) que se aportan. Así la Europa que sirve los intereses de las grandes corporaciones y multinacionales, aún teniendo uno de los PIB más altos del mundo, pugna por atraer cerebros con tal de ahorrar gastos en educación, aunque eso suponga esquilmar recursos públicos de países más pobres. A un tiempo la UE quiere ser atractiva para los ‘competentes’ mientras repele a los ‘necesitados’.

En relación a la demanda, la gestión de la inmigración no se reduce a la lucha contra las mafias, ni al control del tan cacareado ‘efecto llamada’. Son las grandes diferencias, en términos de seguridad, de certidumbre, pero también de justicia social y de derechos laborales las que hacen que para muchos; perseguidos, refugiados, precarizados, la migración sea una opción irrenunciable. Que Europa sea incapaz de desarrollar una política de pacificación en su entorno inmediato, es tan lamentable como que no sepa promover la democratización y el desarrollo social y económico en su vecindad geopolítica. La política Euromediterránea no ha llegado a ser, a lo largo de las últimas décadas, más que una cortina de humo que esconde intereses estratégicos, ya sea para la apertura de mercados, el control de las vías de comunicación o el acceso a recursos de todo tipo. El ejemplo de Túnez o de Egipto debería bastar para entender hasta qué punto es contraproducente dejar la iniciativa diplomática en manos de la oligarquía. La actual negociación de Tratados bilaterales de libre comercio que evitan indicadores como la cohesión social o el trabajo digno refuerza una tendencia que inevitablemente promueve las tensiones sociales y los conflictos geopolíticos.

Cuando la ideología de la austeridad refuerza en Europa el discurso del nacionalismo industrial y del agravio patriótico, es una tarea cada vez más necesaria el abrir un debate sincero sobre la inmigración que se plantee desde una perspectiva integral: En relación a las sociedades de acogida, a los propios migrantes, pero también a los países de origen. La sostenibilidad del modelo social europeo precisa de la inmigración, y por tanto es esta una cuestión que reclama un enfoque propiamente europeo vinculado a la viabilidad y a la identidad del proyecto social y humano que se plantea. No es posible postergar más la fijación de reglas comunes para superar de una vez la hipocresía moral que alimenta el discurso monolítico del racismo y de la xenofobia. En política lo ‘lampedusiano’ hace referencia a aquellos que reclaman una transformación política radical con tal de poder mantener intactas las estructuras de poder. Hoy es irrenunciable un cambio ideológico profundo. Si el descendiente del primer príncipe de Lampedusa planteaba en su magnífico ‘Gatopardo’ que había que cambiarlo todo con tal de que nada cambiara, hoy deberíamos exigir un primer cambio real y efectivo. Por dignidad y por sentido de la justicia, ese algo debería ser la política de inmigración. Por Lampedusa y por Europa.

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