El 4 de julio de 1862, hace poco más de 150 años, el
matemático, fotógrafo y escritor Lewis Carroll realizaba un paseo en barca por
el Támesis en compañía de su amigo el reverendo Ducksworth y de las tres
hermanas Liddell. En un descanso del paseo fluvial el autor cautivó a sus
acompañantes con un relato improvisado que resultó especialmente sugerente para
Alicia, la más pequeña de las tres. Su insistencia en que Carroll pusiera por
escrito su narración dio pie al nacimiento de uno de los textos más
irreverentes y mágicos de la literatura moderna. La sinrazón que impregna el
mundo aparentemente maravilloso en el que se sume Alicia está repleta de
cáusticas alusiones al ámbito de la política y contiene una profunda crítica al
ejercicio banal e irracional del poder. La extraordinaria aventura de una niña
de 10 años, se convierte así en un retrato quimérico, hilarante, de la arbitrariedad
y el abuso que transmite, mal que nos pese, una inquietante sensación de
inmediatez. La locura actual, que pretende conciliar gobernanza y desgobierno, bien
común y mal necesario, nos hace temer que también nosotros, siguiéndole el
rastro a un conejo blanco, hayamos caído por un pozo muy negro.
Si contemplamos el desarrollo y las conclusiones del pasado
Consejo Europeo, podremos comprobar hasta qué punto la indefinición, la
incoherencia o la irreverencia tan propios de nuestra actualidad, tienen bien
poco que envidiarle al mundo del sombrerero, de la oruga azul, o del lacayo
rana. Repetir infatigablemente los mismos errores, negar la realidad o competir
sin otras reglas que la de correr en círculo, como los animales que acompañan a
Alicia, nos acerca sin duda al universo mágico de Carroll. También la vocación
por el prodigio y la puesta en escena. Baste considerar cómo se convierten
6.000 millones en medidas para promover el empleo juvenil, en 60.000 millones,
como en el milagro del pan y de los peces. O cómo se presenta siempre de nuevo,
cual vino viejo en botella nueva, la misma financiación en programas ‘innovadores’,
para adivinar en las fauces de alguna eminencia europea la sonrisa amplia del
gato de Cheshire. También la pasión por la amenaza, ese ‘que le corten la
cabeza’ que tanto excita a algunos líderes continentales cada vez que se encuentran
con la menor resistencia a sus preceptos, nos traslada inevitablemente a la
corte de la reina de corazones.
Cuando Bernardette Segol, secretaria general de la
Confederación Europea de Sindicatos preguntó recientemente al Consejo Europeo,
cómo pensaban frenar los ministros y jefes de gobierno la competencia a la baja
de los salarios, de la fiscalidad o de las condiciones de trabajo, se debió
escuchar sin duda alguna risa felina. Y si no se hizo audible la petición de
que le rebanaran el pescuezo, no será por otra razón que por guardar la
compostura y por aquello de la corrección política. Hoy la rebaja competitiva
de los salarios y su efecto inmediato, el incremento de la diferencia en la
distribución de la renta entre capital y trabajo, es un dogma que no permite
discusiones. Lo que conviene si acaso es, como plantea el Consejo, rebajar los
impuestos y cotizaciones que gravan el trabajo, no fuera que se recaudara
suficiente dinero para políticas públicas. Por eso se reduce el presupuesto de
la Comisión, no por haber perdido la confianza en su utilidad, sino porqué la
consolidación fiscal promueve el crecimiento y el crecimiento la consolidación
fiscal. Y a quien le quepan dudas, que lea a Carroll: Si no importa el sitio al
que se quiera llegar ¿Cómo va a importar el camino que se vaya a tomar?
Para aquellos que sí creían tener una precepción más o menos
clara de la meta que se quería alcanzar en esto de la construcción europea, por
ejemplo un modelo de sociedad solidaria y comprometida en la que valiera la
pena trabajar, lo de la irreverencia les resultará ciertamente doloroso. Si se
atrevieran a manifestar abiertamente sus dudas, la respuesta más probable sería
la de decirles que aprovecharan las desventuras de Alicia, dormida en el regazo
de su hermana, como lección ejemplarizante para entender los peligros que
entraña la siesta. Tal vez alguno más avezado les insinuara que fueran con
cuidado porque hay quien sospecha que tras la imagen apacible, casi aburrida
del alter ego de Lewis Carroll, el diácono Charles Lutwidge Dodgson, se
ocultaría nada menos que la mente enferma de Jack the Ripper. La imaginación es
peligrosa, susurraría alguna eminencia gris, de pesado aliento, atusándose el
flequillo de lana o corrigiéndose el ala del sombrero. Lo que parece evidente
es que de la chistera del consejo no sale nada por lo que merezca la pena
luchar. O, como diría tal vez Lewis Carroll, el conejo de la chistera, el bueno
de verdad, de un tiempo a esta parte ¡Se nos ha echado al monte!
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