domingo, 30 de junio de 2013

El 'Conejo' Europeo

El 4 de julio de 1862, hace poco más de 150 años, el matemático, fotógrafo y escritor Lewis Carroll realizaba un paseo en barca por el Támesis en compañía de su amigo el reverendo Ducksworth y de las tres hermanas Liddell. En un descanso del paseo fluvial el autor cautivó a sus acompañantes con un relato improvisado que resultó especialmente sugerente para Alicia, la más pequeña de las tres. Su insistencia en que Carroll pusiera por escrito su narración dio pie al nacimiento de uno de los textos más irreverentes y mágicos de la literatura moderna. La sinrazón que impregna el mundo aparentemente maravilloso en el que se sume Alicia está repleta de cáusticas alusiones al ámbito de la política y contiene una profunda crítica al ejercicio banal e irracional del poder. La extraordinaria aventura de una niña de 10 años, se convierte así en un retrato quimérico, hilarante, de la arbitrariedad y el abuso que transmite, mal que nos pese, una inquietante sensación de inmediatez. La locura actual, que pretende conciliar gobernanza y desgobierno, bien común y mal necesario, nos hace temer que también nosotros, siguiéndole el rastro a un conejo blanco, hayamos caído por un pozo muy negro. 

Si contemplamos el desarrollo y las conclusiones del pasado Consejo Europeo, podremos comprobar hasta qué punto la indefinición, la incoherencia o la irreverencia tan propios de nuestra actualidad, tienen bien poco que envidiarle al mundo del sombrerero, de la oruga azul, o del lacayo rana. Repetir infatigablemente los mismos errores, negar la realidad o competir sin otras reglas que la de correr en círculo, como los animales que acompañan a Alicia, nos acerca sin duda al universo mágico de Carroll. También la vocación por el prodigio y la puesta en escena. Baste considerar cómo se convierten 6.000 millones en medidas para promover el empleo juvenil, en 60.000 millones, como en el milagro del pan y de los peces. O cómo se presenta siempre de nuevo, cual vino viejo en botella nueva, la misma financiación en programas ‘innovadores’, para adivinar en las fauces de alguna eminencia europea la sonrisa amplia del gato de Cheshire. También la pasión por la amenaza, ese ‘que le corten la cabeza’ que tanto excita a algunos líderes continentales cada vez que se encuentran con la menor resistencia a sus preceptos, nos traslada inevitablemente a la corte de la reina de corazones.

Cuando Bernardette Segol, secretaria general de la Confederación Europea de Sindicatos preguntó recientemente al Consejo Europeo, cómo pensaban frenar los ministros y jefes de gobierno la competencia a la baja de los salarios, de la fiscalidad o de las condiciones de trabajo, se debió escuchar sin duda alguna risa felina. Y si no se hizo audible la petición de que le rebanaran el pescuezo, no será por otra razón que por guardar la compostura y por aquello de la corrección política. Hoy la rebaja competitiva de los salarios y su efecto inmediato, el incremento de la diferencia en la distribución de la renta entre capital y trabajo, es un dogma que no permite discusiones. Lo que conviene si acaso es, como plantea el Consejo, rebajar los impuestos y cotizaciones que gravan el trabajo, no fuera que se recaudara suficiente dinero para políticas públicas. Por eso se reduce el presupuesto de la Comisión, no por haber perdido la confianza en su utilidad, sino porqué la consolidación fiscal promueve el crecimiento y el crecimiento la consolidación fiscal. Y a quien le quepan dudas, que lea a Carroll: Si no importa el sitio al que se quiera llegar ¿Cómo va a importar el camino que se vaya a tomar?

Para aquellos que sí creían tener una precepción más o menos clara de la meta que se quería alcanzar en esto de la construcción europea, por ejemplo un modelo de sociedad solidaria y comprometida en la que valiera la pena trabajar, lo de la irreverencia les resultará ciertamente doloroso. Si se atrevieran a manifestar abiertamente sus dudas, la respuesta más probable sería la de decirles que aprovecharan las desventuras de Alicia, dormida en el regazo de su hermana, como lección ejemplarizante para entender los peligros que entraña la siesta. Tal vez alguno más avezado les insinuara que fueran con cuidado porque hay quien sospecha que tras la imagen apacible, casi aburrida del alter ego de Lewis Carroll, el diácono Charles Lutwidge Dodgson, se ocultaría nada menos que la mente enferma de Jack the Ripper. La imaginación es peligrosa, susurraría alguna eminencia gris, de pesado aliento, atusándose el flequillo de lana o corrigiéndose el ala del sombrero. Lo que parece evidente es que de la chistera del consejo no sale nada por lo que merezca la pena luchar. O, como diría tal vez Lewis Carroll, el conejo de la chistera, el bueno de verdad, de un tiempo a esta parte ¡Se nos ha echado al monte!

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