viernes, 12 de julio de 2013
Corrupción & Control
En las redes mafiosas y en la corrupción, la información es
una cuestión de poder. Saber de los demás, de sus prácticas y flaquezas, es la
mejor garantía para poderlos dominar y tener la certeza de que cumplirán con lo
que de ellos se espera. Lo aprendimos en ‘El Padrino’ y ‘Los Soprano’ y lo estamos
viendo con el caso Gürtel y la odisea del ex tesorero del partido popular. Cuando
hay una brecha en el sistema y por ejemplo el contable amenaza con presentarse
con los libros de cuentas ante la policía, ese poder tiembla. En el caso de la
mafia, y siempre y cuando no se le procure una nueva identidad, el hombre de
los números y de la letra menuda acabará en el lecho de algún río, o criando
malvas en alguna cuneta. Al fin y al cabo está en sus manos el destruir de un
plumazo una fina trama de complicidades y deudas mutuas, que para algunos suele
suponer un capital nada despreciable. Cuando se trata de corrupción y la
amenaza pende nada menos que sobre el partido que tiene la responsabilidad de
gobernar, la cosa tampoco es sencilla. No hay matones ni lechos de río que
valgan, y la negociación deberá tener en cuenta el criterio, la paciencia y el
grado de saturación del contable en cuestión.
En el caso de Luis Barcenas no nos encontramos ante un
chupatintas enjuto, de piel tísica y manos nerviosas, sino ante un hombre de
mirada adusta, fornido y que lleva escrita la rabia a flor de piel. En su caso
es como si el contable hubiera promovido a lugarteniente y amenazara con llevar
de calle al mismísimo Mariano Rajoy. Lo que parece estar dispuesto a contar con
tal de pasar factura, deslegitima al partido en el gobierno, enciende a la
ciudadanía y alimenta el descrédito internacional. Se suma a la larga lista de despropósitos
que se acumulan en los juzgados e inmoviliza al estado precisamente en el
momento en el que más necesaria sería su iniciativa y actividad. El pulso que
le echa Barcenas al PP amenaza con convertirse en un culebrón estival en el que
se irá soltando, a cuentagotas, los pormenores de un relato sórdido y mezquino,
que cercenará aún un poco más, si cabe, los ruinosos cimientos del estado
actual. Hasta que la justicia esclarezca del todo la trama, se le agote la ira
al prisionero o, lo más probable, se llegue a un acuerdo tácito y silencioso
que recupere la lealtad del ex tesorero con algún caramelo directo o diferido,
como la promesa de una próxima amnistía no tan sólo fiscal.
En casos como el de Bárcenas hay quien se pregunta cuáles
son realmente las funciones de los servicios de información. Como se ha visto recientemente
a través de las revelaciones de Edward Snowden, la información que se procesa y
archiva de la población comporta hoy un grado de control que excede el
alcanzado en cualquier otro momento de nuestra historia. Sin embargo como se
pudo comprobar en el caso de Wikileaks o en el del agente subcontratado por la
NSA, las estructuras de la así llamada ‘inteligencia’ pueden transgredir los
derechos más esenciales en aras de la prevención de la amenaza siempre latente
del terrorismo, pero no intervienen para proteger al estado de la amenaza
evidente de la corrupción. Si acaso reservan su inquina para aquellos que se
atreven a hacer públicas las injerencias en la privacidad e intimidad de la
ciudadanía, y que cuestionan la legalidad de estas prácticas. Es entonces,
frente a una filtración, cuando la inteligencia del estado muestra su faceta
más brutal. Aquel que se atreve a informar de aquellos que se informan sin
ningún control, es condenado entonces al escarnio público en un ejercicio cruel
y desmesurado de autoridad que no pretende otra cosa que evitar que un acto de
conciencia pueda llegar a sentar ejemplo.
Las condiciones carcelarias a las que se ha sometido por
ejemplo al filtrador de Wikileaks, el soldado Bradley O. Manning, son la prueba
más evidente de hasta qué extremos pueden llegar algunos aparatos del estado
cuando intentan proteger sus privilegios en términos de información. La
negación de garantías básicas en lo relativo a la dignidad humana, como el derecho
al descanso, a la comunicación, o a la intimidad física dan fe de un
ensañamiento que lo que persigue es deshumanizar al preso. Ocurre algo parecido
con Julian Assange, recluido en una irreverente diáspora en un despacho de la
legación ecuatoriana en Londres, o con Edward Snowden, depositado en una zona
de tránsito del aeropuerto de Sheremiétevo, en Moscú. Los tres están
suspendidos en un limbo legal y diplomático y han quedado al margen de las
garantías que les corresponden como ciudadanos. Su delito, lo que los ha
convertido en proscritos, es la defensa de una gestión transparente de la
información y el carácter y vocación públicos de los servicios de inteligencia.
Una así llamada inteligencia que nos sobra cuando se trata de tenernos
vigilados, y que nos falta cuando el objetivo es el de proteger a los poderes
públicos y a la democracia de la lacra del bandidaje y de la corrupción.
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