
Las insuficiencias del gobierno de los mejores hunden nuestra economía y sociedad hasta simas que nada tienen que envidiar a las Marianas. Y es que tampoco los mejores de Madrid hacen las cosas mucho ‘mejor’. Al parecer el autismo lleva asociado una riqueza, creatividad e inteligencia muy especiales. Tal vez sea por eso que los ministros de Justicia, segundo lugar en las oposiciones a la fiscalía, o de Educación, premio extraordinario en la licenciatura de derecho, se decantaran en su momento por el autismo político. Pero lo que en el individuo se acompaña de un cúmulo de destrezas, en el político no comporta más que mediocridad y grisura. La arrogancia, el empecinamiento o la inflexibilidad son las señas de identidad de estas eminencias cuya efímera lucidez no es más que impostura, y cuyo brillo no pasa de ser el reflejo fugaz de la autoridad que lleva asociado el cargo que ocupan. La obsesión por ser el mejor, ya sea en el expediente académico, en el mundo de la empresa o en el ámbito de una carrera administrativa, parece implicar un riesgo añadido en relación al grado de avenencia, empatía o complementariedad que debería desplegar un cargo público.
Ante las limitaciones que conlleva el gobierno de ‘los mejores’ otra alternativa clásica sería la del ‘gobierno de sabios’. Estos, frente a los primeros, aportan en teoría mayor comedimiento, coherencia y perspectiva. Ya Platón defendía esta alternativa, conocida como ‘Sofocracia’ en su monumental ‘República’. Frente a la democracia, como gobierno de la ‘multitud’, se plantearía así un gobierno de sabios. Sin embargo al margen del detalle no del todo insignificante de que la sabiduría no implica por necesidad ningún talento práctico, quedaría por averiguar en quién se encarna hoy la sabiduría. El Consejo Europeo se atrevió a hacerlo al encargar el informe Europa 2030 a un grupo de distinguidas prominencias, entre las que figuraban, entre otros, Lech Walesa o Felipe González. Hay que reconocer que el informe contiene grandes aciertos en su análisis como el ligar el reto demográfico a las políticas de natalidad e inmigración y estas, a su vez, a las de empleo. Pero sin querer desmerecer; esta conclusión, como muchas otras sabidurías, resulta algo obvia. No hay que olvidar que tampoco los 'sabios' son inmunes a la torpeza, cuando desempeñan una responsabilidad pública. Basta con echar una ojeada a la odisea tecnocrática del 'sabio' Mario Monti al frente del gobierno italiano.
En definitiva, parece evidente que el valor inherente a la democracia no puede ser substituido ni por el saber, ni por el talento, ni por la erudición. En el reciente caso de los ‘expertos’ convocados por el gobierno para elaborar un informe sobre una nueva reforma de pensiones se mostró en toda su crudeza esta realidad. Los congresos y parlamentos están plagados de ‘expertos’ que sirven los intereses de lobbies y están dispuestos a brindar sus datos, argumentos y razones a quien los quiera escuchar. Frente al sabio platónico, estos expertos son sofistas que ponen ingenio e inteligencia al servicio del mejor postor. Es comprensible que la fatiga y el aislamiento que conllevan el ejercicio de la responsabilidad política, inviten a soñar en un mundo de razones firmes como columnas, en el que exista el buen gobierno y la verdad. Por desgracia esto entra en contradicción frontal con la esencia democrática. En ella no caben verdades sino tan sólo valores. Tampoco valen visiones ni magistrales elucubraciones, sino tan sólo aquello que se articula desde el sentido común. Así de dura y áspera es la realidad de la democracia. Como las manos de aquellos y aquellas que la defendieron desde el principio. Como la mirada exigente y clara de aquellos y aquellas, cuya única credencial de experto es su historia, su compromiso y su honestidad.
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