domingo, 5 de mayo de 2013
Remiendo global
El incendio de la fábrica de camisas Triangle Shirtwaist en
Nueva York, el 25 de marzo de 1911, supuso un punto de inflexión en la lucha
por los derechos laborales en EE.UU. La muerte de 143 trabajadores textiles,
126 de ellos mujeres inmigrantes de entre 14 y 23 años, tuvo un fuerte impacto
en la sociedad norteamericana. Las condiciones laborales en las tres últimas
plantas del edificio Brown Building eran realmente insoportables. Trabajadoras
muy jóvenes con turnos de 14 horas, salarios de miseria, salidas de emergencia
inexistentes o bloqueadas. Como en el resto de EE.UU. a principios del siglo
XX, a la falta de derechos laborales se sumaba la persecución de cualquier
conato de organización sindical. En el caso de la Shirtwaist Company, la vileza
de los propietarios se resume en uno de los episodios que mejor ilustran la
perspectiva más rancia de la patronal. Un año antes, para romper una huelga en
la que se reclamaba la semana laboral de 52 horas, no contentos con pagar a
esbirros para apalear a las manifestantes, Blanck & Harriscon contrataron a
prostitutas para substituir a las trabajadoras que apoyaban la que luego se
conocería como la revuelta de las 20.000.
Cuando uno lee los detalles de cómo habían de trabajar las
obreras en aquella fábrica de blusas cerca del East Village neoyorquino, se le
cae el alma a los pies. Más aún si piensa, por un momento, que la ropa que nos
ponemos años después, tal vez no haya sido fabricada en condiciones muy
diferentes a aquellas. Lo que ha cambiado es, si acaso, la marca. Donde antes
ponía Shirtwaist, ahora pone Bershka, Mango o Benetton. Lo que también ha
variado es que, a diferencia de Nueva York, donde el incendio abrió una fuerte
polémica, los incidentes que se han sucedido en Bangladesh a lo largo de los
últimos 2 años no han comportado por ahora ningún cambio serio. El 16 de
diciembre de 2010 morían en la fábrica ‘That’s it Sportswear’ 28 trabajadores.
El 24 de noviembre de 2012 el incendio de Tazreen Fashions en el cinturón
industrial de Dhaka costaba 112 vidas. El 24 de abril, menos de diez días
después de que grandes marcas europeas decidieran aprobar en Ginebra un plan de
indemnización de 5,7 millones para las víctimas de Tazreen, se hundía el
edificio Rana Plaza, en Savar, cerca de la capital bangladesí, con 400 muertos
y 1000 trabajadores aún sin localizar.
Ya en el año 2005 se había derrumbado Spectrum, otra fábrica
textil en Savar. De hecho en el Rana Plaza se había dado la voz de alarma el
día anterior al aparecer grietas en la estructura, pero aún así se forzó que
continuara la producción. Con sueldos de 36 €, las casi 4.500 fábricas textiles
que producen el 80% de las exportaciones de Bangladesh han conseguido
deslocalizar encargos incluso desde la China. Sus trabajadoras y trabajadores se
cuentan entre los peor pagados del mundo. A pesar de que las grandes multinacionales
se excusan en la imposibilidad de controlar las cadenas de subcontratación
parece evidente que lo que falta es voluntad. Lo dijo muy claro, Amirul Haq
Amin presidente de la Federación Nacional de Trabajadores del Textil, al hablar
de las condiciones laborales tras el incendio de la fábrica Dacca Smart Exports
Garments, proveedor de Inditex, en la que perecieron siete trabajadoras: ‘No
sabemos si Inditex lo sabía o no, pero es su responsabilidad saberlo’. En 2012
los beneficios de la empresa de Amancio Ortega batieron todos los récords, y su
presidente, Pablo Isla, ganó 9,4 millones entre sueldo, pensión e incentivo. El
equivalente de 25.000 sueldos bangladesíes.
El que tras 100 años sigamos asistiendo a la misma
explotación laboral muestra hasta qué punto es falso el discurso del progreso
global. En el momento en el que los estados cedieron en su soberanía aceptando
la libre circulación de capitales a escala mundial, se hincaron de rodillas
ante la codicia de las multinacionales. La espiral deflacionaria a nivel de
derechos que experimentamos hoy a escala global es un arma infalible para
aumentar la diferencia de rentas y minar las conquistas sociales de la clase
media. La precarización del empleo conlleva una rebaja de los salarios y una
pérdida de poder adquisitivo que anima la deslocalización. Con ella se alimenta
un paro que legitima nuevas reformas estructurales y una mayor precarización,
ya sea reduciendo las prestaciones sociales o destruyendo elementos de
estabilidad salarial como la negociación colectiva. Un círculo infernal para la
gran mayoría de la población mundial, pero no para las grandes fortunas ni para
sus acólitos neoliberales: Los políticos que lo alimentan con la desregulación
y los grupos mediáticos que lo legitiman mediante la farsa ideológica que sacraliza el individualismo como máxima
virtud económica. Para poner fin hoy a la deflación competitiva es necesario recuperar el control de la
democracia sobre la economía, poner coto a la libre circulación de capitales y
gravar la cadena de valor de la mercancía. Tan sólo así se podrá evitar la competencia
desleal fijando derechos y garantías.
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