domingo, 28 de abril de 2013

Escocia escuece

Las desproporcionadas exequias de Margaret Thatcher han reavivado el recuerdo del triste papel jugado por el conservadurismo británico en la historia social de Europa. La ofensiva antisindical de la dama de hierro y la aplicación salvaje del indigesto recetario monetarista prefiguraron una lógica autoritaria que hoy reproduce fielmente la derecha continental. También en el ámbito de la así llamada izquierda, el influjo de Blair y de su tercera vía supuso un viraje ideológico de 180 grados que contagió la socialdemocracia europea, especialmente la alemana, y acabó por cuestionar sus principales señas de identidad: la solidaridad y la cohesión social. No es de extrañar pues, que a un número amplio de europeos la permanencia o no del Reino Unido en la Unión Europea se la traiga al pairo. Demasiado evidente es el interés de su clase gobernante en reducir el proyecto europeo a la explotación del mercado común. Sin embargo,  hay una cuestión en la que Inglaterra sigue siendo un referente. Lo demuestra el referéndum convocado para 2017 sobre la UE, pero también el que, el próximo 16 de septiembre de 2014, decidirá sobre el futuro de Escocia.

En términos democráticos el Reino Unido es hoy un baluarte que ofrece cierta orientación en las procelosas aguas de la construcción europea. Precisamente cuando día a día la gobernanza económica cuestiona soberanía y legitimidad democrática y el ajuste fiscal introduce una insoportable tensión en la arquitectura institucional, es Inglaterra el único país que recurre al plebiscito. Si en el continente se habla de fuerza mayor, de subordinarse a la gravedad de la situación, es allí donde se convoca la consulta popular. Cuando en España la mayoría absoluta se torna absolutismo político y en Italia se entierra el parlamentarismo bajo la losa del relativismo político y de la sátira democrática, es en el Reino Unido donde se pregunta a la ciudadanía sobre aquellas decisiones que resultan trascendentes. También una consulta a nivel continental sobre la viabilidad del proyecto europeo sería esclarecedora en este momento. A pesar de aquellos que ponen en evidencia su talante antidemocrático equiparando esa posibilidad con una sentencia de muerte para el proyecto común, la democracia suele tener un claro efecto regenerador que hoy resulta imprescindible para Europa.

Ocurre lo mismo en otro orden de cosas, en el marco catalán. Cuando el tribunal constitucional torpedeó en su línea de flotación el texto legal aprobado en sede parlamentaria en Cataluña y Madrid, y refrendado por la inmensa mayoría de la población catalana, se atentó claramente contra la lógica democrática. Hoy se le sigue denegando el derecho a la expresión plebiscitaria a la ciudadanía catalana, mientras se le intenta recortar su marco competencial y se asfixia fiscalmente cualquier posibilidad de encontrar una salida al embate de la crisis. No hay una gran diferencia entre España y Europa. Aquí y allá la democracia da miedo. Miedo ante cualquier práctica democrática que vaya más allá de los maltrechos límites del consabido juego de las mayorías políticas. Y es precisamente hoy cuando, frente al efecto devastador de la austeridad, es irrenunciable repensar Europa. En el marco democrático, pero también en el institucional. Debatiendo por ejemplo sobre la conveniencia o no de establecer un modelo único en la articulación territorial europea que garantice legitimidad democrática, coherencia fiscal y cohesión social.

Hoy vemos que la principal amenaza al proyecto europeo proviene de los estados. Frente a la globalización y al marco de la construcción europea, el modelo estatal precisa una revisión. Los arriesgados equilibrios que comporta el Consejo Europeo despiertan dolorosas reminiscencias históricas y parece cada vez más evidente que no será posible Europa con una Alemania de más de 80 millones de habitantes. Hasta hace una década aún se hablaba de la Europa de las regiones. Ese es hoy un debate importante frente a la lógica destructiva que impone la Europa de los Estados. Porque permite introducir una escala más armónica en relación al tamaño de los territorios. Porque refuerza el valor de la proximidad en términos sociales y económicos. Por eso habría que cuestionar hoy la arquitectura institucional en Europa y exigir un modelo común. Superando duplicidades y solapamientos. Estableciendo marcos competenciales idénticos a nivel de la Unión, del Estado, de las Regiones y de los municipios. Cada marco legitimado democráticamente y con unos recursos fiscales propios.

Por todo ello el debate en Escocia resulta hoy estimulante. Porque no se queda en la pura traslación del 100% de las competencias de Londres a Edimburgo. Abre un debate de fondo sobre lo que supone hoy la soberanía. Y eso, más allá del himno y de la bandera, es para la mayor parte de los europeos una lucha común por conservar su voz y sus derechos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario