domingo, 12 de mayo de 2013

En ignorancia concebida

El pecado original y la inmaculada concepción son los mitos sobre los que se sostiene el control que ha intentado ejercer la iglesia católica desde tiempos inmemoriales sobre la sexualidad. El pecado original porque envuelve el proceso reproductivo en un halo de culpa. La inmaculada concepción porque al anunciar el arcángel Gabriel a María que dará a luz al hijo del altísimo y ella contestarle “he aquí la esclava del señor, hágase en mí según tu palabra” se inicia uno de los procesos de expropiación más inmorales de la historia. Al renunciar María, modelo de la cristiandad, a mandar sobre sus propias vísceras por bien de la ‘divina’ naturaleza de su concepción, sienta doctrina. Así la iglesia suma a la confesión, herramienta infalible a la hora de controlar las conciencias, otro instrumento que resulta imprescindible para afianzar su poder terrenal: el control sobre la natalidad. El exterminio programado por parte de la inquisición de las así llamadas brujas, eso es, matronas y mujeres con conocimientos contraceptivos, la irresponsable crítica del uso del preservativo en África, o el reciente debate sobre la reforma de la ley del aborto, muestran hasta qué punto le ha importado siempre a la iglesia la sexualidad como clave de dominación.

Que aquellos que defienden como referente veraz el oído fecundo de María, la existencia del espíritu santo o la resurrección de la carne puedan determinar un retroceso sin parangón en el marco legal y en las libertades de un país democrático, es una muy mala noticia. Pero parece evidente que la gestación de la ley en el intelecto de Alberto Ruíz Gallardón no es fruto del espíritu santo, sino de la ignorancia militante de una gerontocracia eclesiástica, misógina y autoritaria, que representa a un porcentaje cada vez más insignificante de la población. La lamentable comparación de otro ministro, Jorge Fernández Días, entre aborto y terrorismo, el recurso de 2010, en el que se situaba la ley más extendida en Europa, la de plazos, en la órbita del nazismo, o la sofocada intervención de Beatriz Escudero, saltando de los cefalópodos al analfabetismo, muestra hasta qué punto cunde en el Partido Popular la incultura y el oscurantismo que emanan de la conferencia episcopal. Que en la repentina beligerancia católica del ministro de justicia intervengan otras cuestiones no tiene mayor relevancia. Si acaso demuestra, hasta qué punto es presa de un contexto emocional y moralizante.

Conviene recordar que ya en los años 80 Gallardón padre fue promotor de un recurso ante el constitucional contra la ley del aborto. De este proceso nacieron los tres supuestos de los que Gallardón hijo, retrógrado por convicción, quiere eliminar ahora el de malformación fetal. De la sentencia publicada el 11 de abril de 1985, cabe destacar no ya la argumentación desabrida de algunos de sus ponentes, sino el voto particular, juicioso y claro, de Rubio Llorente, hoy Presidente del Consejo de Estado. En él recuerda los derechos fundamentales “a la integridad física y moral y a la intimidad que la Constitución consagra y de los cuales son titulares las mujeres embarazadas”. Pero la ley orgánica que despenaliza el aborto en 1985, no es ni tan siquiera la primera en nuestra historia moderna. Inspirada por la ministra Frederica Montseny, y publicada el 9 de enero de 1937 en el Diario Oficial de la Generalitat, ya en la República se aprobó una ley para la interrupción artificial del embarazo. Firmada por el conseller de la Generalitat, Josep Tarradellas, disponía facilitar al pueblo trabajador una manera segura y exenta de peligro de regular la natalidad.

Aquí esté probablemente la clave. La emancipación del pueblo, sea a través del control sobre su sexualidad, mediante la educación, la sanidad pública, o gracias a un trabajo que ofrezca ciertas certidumbres y seguridades, supone una grave amenaza para una visión del mundo que recupera valores propios del nacionalcatolicismo. El principal, una profunda desconfianza hacia la población y hacia cualquier forma de manifestación democrática. La dependencia moral, económica y cultural que pretende hoy el Partido Popular a través de sus políticas e iniciativas legislativas supone una involución ideológica profunda. Una deriva que lo aparta claramente de la política europea y lo devuelve al coto autoritario, casposo y rancio del último franquismo. Si en lo económico se ha decidido ceder las riendas, como entonces, a una élite que traslada los dictados del entramado financiero internacional y autóctono, en lo moral y público se le devuelve hoy la centralidad a la iglesia. Cuando la derecha europea retrocede en sus principios y convierte a los ciudadanos en usuarios, el gobierno de Mariano Rajoy no duda en dar un paso más atrás y transmutar a sus ciudadanos en siervos.

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