La sonrisa triunfal del suizo Thomas Minder ha resultado ser
altamente contagiosa. Y es que el éxito del
pequeño empresario y de su iniciativa para limitar los paracaídas
dorados de los altos ejecutivos suizos tiene algo de la épica de David contra
Goliath. Que un 68% de la ciudadanía helvética haya decidido apoyar su
propuesta, es una magnífica muestra de empoderamiento democrático. No se trata
tan sólo de que se ponga coto al apetito insaciable de los grandes ejecutivos.
También el Parlamento Europeo impuso a finales de febrero un límite a los ‘bonus’
de los banqueros que puso lívido, entre otros, al inquilino del número 10 de
Downing Street. La esperanza que ha alimentado la ciudadanía suiza con su voto
es la de una democracia que pone orden en las artimañas y estratagemas de una
élite financiera que está aprovechando la crisis para completar un implacable proceso
de redistribución de la riqueza. Algo que ese mismo fin de semana en que era
aprobada la iniciativa Minder en la república helvética, se expresaba también de
manera multitudinaria en otra república, la portuguesa, en cuyas calles cientos
de miles de ciudadanos entonaban juntos el ‘Grândola vila morena’.
“Grândola vila morena, tierra de hermandad. El pueblo es
quien más ordena”. Los hermosos versos de la canción que inició la Revolución
de los Claveles portuguesa, adquieren hoy un especial significado. A pesar de
la retórica del ‘No hay alternativa’ y del ‘Hay que pagar por los excesos’ a
pocos se les escapa que la crisis está sirviendo para enriquecer a una minoría
al precio de empobrecer a un número cada vez mayor de personas. Eso es, mal que
les pese a algunos, profundamente antidemocrático. Ni la retórica del liberalismo
ni la tediosa letanía del espíritu emprendedor ocultan la realidad de que la
democracia comporta, por lógica, una distribución más igualitaria de la riqueza.
La crispación pública constante, el auge de la corrupción, de la connivencia
entre política y dinero, la deslegitimación de la democracia, no persiguen otro
fin que el descrédito de un sistema que supone una amenaza para los intereses
de una élite. Tan sólo gracias a la intermediación constante de los medios de persuasión
en la construcción de la realidad, se consigue cultivar en la mayoría una
mezcla inhibidora de indiferencia y miedo colectivo que retrasa, siempre de
nuevo, cualquier posibilidad de cambio.
El mecanismo de redistribución es evidente. En el cuarto
trimestre de 2011, hace ahora poco más de un año, las rentas del capital se
situaban en el estado español por primera vez por delante de las rentas del
trabajo (46,2 y 46% respectivamente). Este dato completaba una transferencia de
rentas que ha desplazado, a lo largo de las últimas tres décadas, casi un 10%
de nuestro producto interior bruto desde el trabajo asalariado a los
rendimientos del capital. Y como la mayor parte de la población vive de un
sueldo, así aumenta también la diferencia entre los que más y los que menos ingresan.
El índice S80/S20, que muestra la proporción entre la renta de la quinta parte
más rica y la quinta parte más pobre de un país, ha aumentado con la crisis de
5,6 a 7,5. Hoy el 20% más rico tiene a su disposición 7,5 veces más recursos
que el 20% más pobre. Y la tendencia va al alza. La crisis y el desempleo
masivo se constituyen como elementos que dinamizan una transferencia de riqueza
sin parangón: del trabajo al capital, del sur al norte, de las clases medias y
bajas a las clases altas, del patrimonio público al privado. Todo ello no sería
posible si no existiera un estado de ‘excepción’, que atenaza nuestra economía
y deslegitima el sistema democrático.
Hacer frente al problema más acuciante y denigrante que
experimentamos hoy, el desempleo, pasa necesariamente por combatir la
corrupción e impulsar la regeneración democrática. Se trata de defender que los
ingresos de los altos ejecutivos estén en relación al valor que generan las
empresas. Pero el valor que generan no tan sólo para los accionistas, como
pretende el exultante Thomas Minder, sino para los trabajadores y trabajadoras
asalariados y para el conjunto de la sociedad en la que arraigan los proyectos
empresariales. Porque las empresas buscan demasiadas veces la proximidad de la
política e influyen para que las decisiones políticas vayan en detrimento del
interés público, ya sea al definir la fiscalidad, las políticas laborales, el
control medio ambiental o la inversión en infraestructuras y servicios
generales. El grado que ha alcanzado hoy el contubernio entre empresa y grandes
partidos, hace inviable corregir la desviación democrática con simples ajustes
circunstanciales. Es preciso recuperar el ímpetu social y cívico de las grandes
transiciones para refundar, a escala europea, los fundamentos de nuestra democracia
y de nuestra economía.
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