domingo, 24 de marzo de 2013
Coacción
El sábado 23 de marzo de 2003, tres días después de la
invasión de Irak, una marea humana inundó las calles de Barcelona para
protestar contra la guerra. Más de un millón de personas denunciaban así una
agresión injustificada y tramposa en la que el gobierno de José María Aznar, tras
escenificar su apoyo en la esperpéntica reunión del ‘cuarteto’ de las Azores
(Bush, Blair, Aznar y Durao Barroso), ejercía el luctuoso papel de aliado devoto
e incondicional. Mientras la ciudadanía, abochornada por la violencia de las
imágenes retransmitidas en tiempo real por la televisión gritaba aquello de
“Aznar, palanganero, caerás el primero”, el vicepresidente, Mariano Rajoy,
elucubraba públicamente sobre la organización por parte de grupos violentos de las
protestas que, comparaba, sin pensárselo dos veces, con la kale borroka. Ni a la ciudadanía, estimulada por el alcance de la
movilización, ni a los medios, que destacaban la creciente y notoria falta de
apoyo del gobierno en su lance bélico, se le escapaba que el partido popular,
ensimismado en su mayoría absoluta, estaba anticipando el resultado de unas elecciones
que, al año siguiente, lo devolvería a los bancos de la oposición.
Diez años después, cuando la derecha española vuelve a confundir
de manera endémica poder y responsabilidad, aquel magnífico episodio de
contestación ciudadana adquiere un significado especial. Las multitudinarias
manifestaciones eran entonces la respuesta no tan sólo a la firme vocación
pacifista que, veinte años antes, ya inspirara la oposición a la alianza
atlántica, sino también el rechazo a la arrogancia en el ejercicio del poder y
a la mentira como política de estado. Para la mayor parte de la ciudadanía la
‘guerra preventiva’ con la que se pretendía liberar al mundo de la amenaza de
unas inexistentes armas de destrucción masiva, era un ruin eufemismo para una
guerra ‘programada’ que no perseguía otro fin que reforzar la posición
hegemónica de los EEUU en el control de los recursos energéticos. Una mentira
descarada y chabacana que hacía suya el gobierno de José María Aznar, al tiempo
que rehuía el debate público y enfrentaba a la población a una política de
hechos consumados. La subordinación en el plano internacional y la puesta en
escena, petulante y jactanciosa, de un autoritarismo falto de toda legitimidad,
son elementos contrapuestos que siguen marcando hoy la política del PP.
Salvando las evidentes diferencias, la guerra de Irak y la
situación actual muestran además algunos interesantes paralelismos. En el caso
de la ofensiva contra Saddam Hussein, se trata de la primera crisis ‘bélica’,
en la que el negocio fue más allá de lo puramente armamentístico e introdujo un
modelo de explotación integral. Tanto la preparación de la guerra, como su desarrollo,
con toda la parafernalia tecnológica, como la gestión de la reconstrucción,
aportaron pingües beneficios a una serie de empresas privadas estrechamente
ligadas a grupos de poder o personas que participaban en la primera línea del
gobierno de EEUU. En el caso de la crisis ‘financiera’ ocurre algo parecido. El
origen ‘especulativo' de la crisis, su desarrollo con ‘rescates’,
privatizaciones y desvalorizaciones y el escenario pos crisis, con la hegemonía
reforzada de algunos grandes grupos financieros, suponen también una gestión
integral en la que la ‘crisis’ es el hilo conductor de una enorme transferencia
de capital del sector público al privado, y de unos países a otros. La
diferencia es que si el coste de la crisis de Irak fue la destrucción masiva de
un país, en el caso de la crisis actual, lo es la destrucción del estado del
bienestar y de nuestro modelo social.
La gestión de ambas crisis ha coincidido en el caso del
estado español con el gobierno (por decirlo de alguna manera) del Partido
Popular. Si hace diez años este ejercía de subalterno de EEUU, hoy lo hace de
algunos estados de la UE, y especialmente de Alemania. Si en 2003 ayudaba a
lucrarse a grandes compañías norteamericanas, hoy la palangana se la lleva a
algunas corporaciones europeas. La diferencia entre lo uno y lo otro no sería
tan evidente si no fuera porque hoy, con respecto a aquellas inmensas
movilizaciones, parece faltarle a la ciudadanía la capacidad de poner democráticamente
contra las cuerdas a los responsables de tanta ignominia. El grosero atropello
que se realiza contra las condiciones y derechos de la población comporta una
serie constante de movilizaciones pero que no alcanzan la contundencia de hace ahora 10 años. Se podrá argüir que
aquí no se trata de una guerra en su acepción más clásica o que quedan tres
años y no uno hasta las próximas elecciones. Se dirá que aquí se trata de Europa
o que los medios programan hoy mejor la hegemonía de la actualidad. Pero tal vez la diferencia
de fondo sea que, si hace diez años el compromiso era con otros, hoy nos
sentimos indefensos porque somos nosotros las víctimas.
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