domingo, 3 de febrero de 2013

Derechazo

No cabe duda que tras la apariencia algo gris de José Luis Barcenas se esconde un púgil de categoría. El derechazo que le ha soltado en plena cara a Mariano Rajoy no sabemos si pasará a la historia del boxeo, pero con toda certeza marcará una antes y después en nuestra crónica política. Si podemos dar o no por noqueado al presidente es una pregunta delicada. Dada su limitada capacidad, integridad y dinamismo, es posible que ya estuviera noqueado antes, vamos, que nos lo entregaran así ya en el mismísimo registro. Por eso no sería de extrañar si, cual imperturbable autómata, aún si amoratado y maltrecho, se levantara para hacer como si no fuera con él la cosa. Es lo que tiene lo de ser algo insensible y ajeno al universo de las emociones. Con respecto a si el puñetazo haya podido afectar algún centro neurálgico, ya sea la vista, o el oído, habida cuenta de la visión estratégica o la receptividad de este hombre, para qué nos vamos a engañar, tampoco se le iba a echar en falta. La primera alternativa parece pues que a pesar de la contundencia del golpe, de la virulencia del impacto, nuestro impávido luchador se incorpore en la tarima antes de que se escuche la campana.

No sería de extrañar. Una de las cosas que tiene este país es que los escándalos y corruptelas que inundan a diario platós y rotativas, se suceden a tal velocidad de vértigo, que los unos tapan a los otros. Si no fuera porque se trata del partido en el gobierno y del presidente del país, probablemente bastaría con agarrarse a la silla para esperar a que amaine el temporal e hiciera acto de presencia el siguiente escándalo. Al fin y al cabo: La mancha de la mora con otra verde se quita, que cantaba José Mercé. Pero, ¿y si se ha apurado el límite? Vale que el Presidente del CGPJ dimita porque le han pillado cargando al erario público sus escapaditas románticas. Vale que el yerno del Rey pague una fianza de 8 millones por desviar fondos públicos. Que el ex presidente de la patronal esté en prisión. Que la lista de diputados, regidores, consejeros, presidentes acusados o condenados por corrupción, cohecho, prevaricación se haya convertido en una retahíla infinita, ingrata y dolosa. Que el ex tesorero del partido gobernante aproveche una amnistía fiscal para lavar dinero negro, y que el presidente cobrara de manera irregular a lo largo de toda su carrera política, debería ser sencillamente imperdonable. 

Ante la premura de la situación, la primera tentación será con toda probabilidad la de levantar una cortina de humo. No sería de extrañar que en la próxima semana aumentara a velocidad de vértigo la prima de riesgo, se aprobara alguna medida especialmente impopular, o se invadiera alguna isla insignificante y remota. En función del intercambio de dosieres, se abre también la posibilidad de un ambicioso programa de regeneración democrática liderada por los dos principales partidos, algo así como un propósito de enmienda bipartidista para enfrentar públicamente los propios fantasmas. Aunque claro, eso tampoco sería más que otra cortina de humo. Luego está la posibilidad de una dimisión gubernamental, voluntaria o inducida, que diera paso a una etapa de transición. Un estado de excepción y de emergencia nacional liderado por un gobierno tecnocrático, de corte europeo, que se apresuraría a garantizar la continuidad de las reformas, y, de paso, descargaría a los dos grandes partidos del desgaste público que estas comportan. Un borrón y cuenta nueva acompañado de congresos de refundación que al margen de la reforma, en dos años, lo dejaría todo en el mismo sitio.

Sea como sea, parece evidente que la principal víctima de la situación actual es y continuará siendo la democracia. La corrupción enriquece en el corto plazo y siembra el descrédito y deslegitima lo público a medio y largo. Es por tanto un negocio redondo. Que al final acabe llevándose por delante a la propia cúpula política no tendría nada de extraño. De hecho es la consecución extrema de la lógica que inspira el proceso. La connivencia con el mundo de la gran empresa y la elite financiera acaba haciendo finalmente superfluo al mismo gobierno. Que todo ello ocurra en un momento en el que es necesario un fuerte grado de cohesión interno, de fortaleza para negociar con Europa y para desarrollar un nuevo modelo de crecimiento es una pésima noticia. Ante la imposibilidad de emprender en paralelo una refundación democrática y gestionar con sensibilidad social la crisis económica y financiera, salen ganando inevitablemente los de la privatización, flexibilización y liberalización. La estrategia es por tanto perfecta. El derechazo es, al parecer, un golpe bajo y repentino que, con toda probabilidad, nos desplaza a todos un poco más hacia la derecha.

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