domingo, 2 de diciembre de 2012
Merkel locuta, causa finita
En la edad media para poner punto y final al debate se recurría a lo que conocemos como argumento de autoridad. Roma locuta, causa finita (Roma ha hablado, la cuestión ha terminado) se decía entonces y se daba por finalizada la polémica. La verdad escrita, encarnación del dogma y exclusiva a perpetuidad de una iglesia con patente de corso en lo relativo a la inspiración divina, sellaba así cualquier cuestionamiento. Al recalcitrante, de no callar, se le tildaba de hereje, y si persistía, pues potro o aplastapulgares hasta que entrara en razón. Los tiempos han cambiado. El neoliberalismo como dogma hegemónico, tiene también sus herejes, pero no precisa de inquisición ni de autos de fe. Basta con condenar al que disiente al apagón informativo, relegarlo al ostracismo, o, en caso de persistencia obsesiva, aplicarle jarabe de palo, hasta recuperar la apariencia de normalidad. La teología de la austeridad no necesita tampoco de doctores ni padres en su iglesia. Se perpetúa a diario en estudios, análisis, columnas y editoriales, y se acompaña de un ejército de voceros y tertulianos que no precisan de cátedra, sino que se bastan con un plató de radio o televisión.
Del aparato ideológico de la iglesia hemos pasado a un conglomerado de medios y actores financieros que propugnan la verdad absoluta de un dios, el mercado, cuya existencia real es de naturaleza especulativa, y cuyas virtudes son ilusorias. Allá donde se aplican con ortodoxia sus preceptos se crea mayor desigualdad e injusticia. Pero precisamente es eso lo que se persigue. Como en el caso de la iglesia, de lo que se trata es de defender las prebendas y poderes de una élite, antes la aristocracia, hoy la oligarquía financiera, que necesita de la pobreza, el miedo y la desorganización del común de los mortales para perpetuarse. La acumulación de riqueza ha adquirido hoy tal nivel que con ella debería ser posible comprar cuatro o cinco planetas como este. Engrosar aún más las cuentas en los paraísos fiscales tiene así poco sentido. Por eso lo prioritario es aprovechar la situación para desarmar la sociedad civil, eliminar sus redes de apoyo, la calidad del empleo o el estado de derecho, y, de paso, aplicarle un exorcismo global a la encarnación misma del maligno: la democracia.
De esta manera se asegura la posición hegemónica de una minoría a la que ha encumbrado la codicia y la falta de escrúpulos. A la gran mayoría se la condena a la precariedad, a la pérdida de la autonomía y de la certidumbre personal. Se le concede, eso sí, el usufructo de un sucedáneo democrático, articulado en torno a grandes partidos fuertemente ligados a los intereses del capital, e impotente cuando se trata de alterar un equilibrio de fuerzas que perpetúa la injusticia social. La mentalidad dogmática y la pobreza argumentativa que caracterizan el neoliberalismo convierten el debate público en una falacia. Se hace aún más evidente cuando el discurso hegemónico de la austeridad se articula a nivel internacional y reparte las culpas entre unos y otros. La responsabilidad de las prácticas fraudulentas de los actores financieros se traslada al conjunto de la población en lo que Ballbé y Calbedo tildaban recientemente con acierto de ‘truculenta estrategia’. Y en esa estrategia participan gobiernos y medios que se llenan la boca de patriotismo mientras esquilman y expolian el estado.
Hoy la iniciativa parte en primera línea del gobierno y del entramado financiero alemán. El liderazgo de la ortodoxia lo ostenta la canciller Merkel, pero cuenta con la aquiescencia de sus acólitos; ya sean españoles, portugueses o italianos. El imperio cuenta así con virreyes y prelados dispuestos a llevar el dogma hasta el último rincón de Europa. No les importa que el desprestigio de la política, la extensión del racismo y la xenofobia, la pérdida acelerada de valor social y económico demuestren que ya se han cruzando demasiadas líneas rojas. La corrupción y la irresponsabilidad atenazan el sistema y le impiden interpretar la realidad. La dignidad de la ciudadanía pasa en estos momentos por devolver al ser humano al centro de las políticas, convertir a las personas en la medida y el objetivo último de lo público. Para ello hace falta seguir organizándose en las calles, en los municipios en las empresas y forzar un cambio. De nosotros depende que de las tinieblas en las que se hunde la modernidad surja un nuevo renacimiento.
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