lunes, 31 de diciembre de 2012
El cilicio público
En el muy recomendable libro ‘El giro’, Stephen Greenblatt
narra el periplo de un texto clásico, el ‘De rerum natura’ de Lucrecio, desde
el mundo clásico hasta la modernidad. La recuperación de este extenso poema por
parte de un humanista italiano, a principios del siglo XV, no tan sólo acompañó
la emergencia del pensamiento científico, a través del atomismo y de la
negación de la providencia divina, sino también la reivindicación del placer y
de la felicidad como metas últimas de la existencia humana. Frente a las
tinieblas de la edad media, frente a la idealización del dolor como único vehículo
para salvar el espíritu de las tentaciones físicas, Lucrecio denunciaba la
crueldad de las religiones y la instrumentalización del miedo y la superstición
como medio para someter no ya el cuerpo, sino al conjunto de la sociedad. Así
el ‘De rerum natura’, heredero y transmisor del epicureísmo, trasladaba al
renacimiento la sabiduría de un mundo clásico que comprendía conocimiento y
placer como vía a la libertad, a la superación del dolor y a la consecución de
la felicidad. Unos objetivos que chocaron de frente con los preceptos de una
iglesia obsesionada por la culpa, el dolor y la redención.
Si hoy se lee el glosario de técnicas utilizadas en
monasterios y conventos para salvar el alma mediante el castigo corporal, el
catolicismo medieval se nos aparece como una institución profundamente enferma.
Los Virgarum verbera (golpes con
varas), corporale supplicium (castigo
corporal), vapulatio (porrazo), disciplina (azotes) y flagellatio (flagelación), nos trasladan
a un mundo en el que la humillación y denigración física se excusaban en la supuesta
búsqueda de la pureza espiritual. Que aún hoy Benedicto XVI exclame que “quien
niega a Dios, niega la dignidad humana” nos remite fielmente al espíritu
autoritario de una época en la que la naturaleza humana no era digna por sí
misma, sino que había de redimir su culpa original a través de la fe, eso es,
de la obediencia a lo establecido por la jerarquía eclesiástica. Soplan aires rancios
y pesados en Roma y eso no habría de preocuparnos si no fuera porque esas
brisas se expanden al parecer con suma facilidad y enrarecen también el aire
que respiramos en nuestras propias calles y hogares.
Las recientes declaraciones del ministro de Justicia Alberto
Ruiz-Gallardón a la cadena Cope en las que decía que gobernar ‘a veces es
repartir dolor’, recogen bien este esquema. De la misma manera podría haber
dicho que gobernar a veces es redistribuir la riqueza o sancionar la falta de
responsabilidad, pero la referencia al dolor es al parecer inevitable y mucho
más acorde con el imaginario público que intenta imprimirse a esta época de
austeridad. Frente a la culpa que al parecer entraña la deuda, lo que conviene
es el cilicio público, apretarse colectivamente el cinturón hasta redimir el
pecado del crédito. Que la deuda pública, y por tanto la culpa colectiva era en
nuestro estado muy inferior a la de otros países, y que tan sólo empezase a
crecer desproporcionadamente al trasladársele la deuda privada, no merece mayor
consideración. Como sentenciaba el presidente Rajoy en el balance de su primer
año de gestión (¡es un decir!), lo que toca es hacer lo necesario e inevitable.
Cumplir por tanto con los preceptos que impone una autoridad que escapa a cualquier
cuestionamiento por disponer de un carácter ‘superior’ e ‘inescrutable’.
La derecha dura española está completando su estrategia para
reinstaurar la confesionalidad, la oligarquía económica y el nacionalismo
carpetovetónico: culpar a la esfera pública y al estado del bienestar de la
miseria que ha generado la consagración nacional de la economía del pelotazo
que le debemos a José María Aznar. Ya se anunciaba en una ponencia defendida
por el ínclito José Ignacio Wert, en Navacerrada, el 11 de julio de 2010. Bajo
el sugerente título de ‘La sociedad española ante la agenda de reformas’, el
ministro de cultura (en minúsculas) ya anunciaba la ‘austeridad ejemplarizante’
y denunciaba que la cultura económica de los españoles ‘registra un acusado
peso de lo que hemos llamado la desviación ‘estatal-asistencialista’. Aquí está
la clave de bóveda del argumentario popular. El estado no tiene potestad para
redimir el dolor ni la injusticia social (eso es desviación). En un país sin
Dios no hay dignidad que preservar, y cualquier planteamiento solidario o
público es muestra de debilidad. Poco falta para que la pobreza, la miseria y
la precariedad sean presentadas como estímulo para la redención de nuestras
almas y se rebaje el IVA a trallas, fustes y azotes ¡Añorado Lucrecio!
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