domingo, 28 de octubre de 2012
¡Vergüenza!
Hay
imágenes que a uno se le quedan grabadas. El pasado 25 de septiembre, cuando la
policía irrumpió en la estación de Atocha y agredió de manera indiscriminada a
viajeros y periodistas, tuvo lugar en un andén una de estas escenas. Un hombre
mayor, sentado en un banco, protegió con sus brazos de la inminente agresión a
un joven mientras gritaba de manera exasperada, ininterrumpida, estremecedora,
una sola palabra: ‘Vergüenza’. Ese grito, fruto de la impotencia, de la
sensación denigrante de tener que asistir a la brutalidad y el despropósito,
resume mejor que ningún otro la dimensión moral del conflicto que estamos
viviendo. Porque la vergüenza es la turbación del ánimo que nos invade (o
debería invadir) cuando realizamos una acción deshonrosa o humillante. Pero
también es vergüenza lo que sentimos cuando la acción a la que asistimos es
ajena. Cuando la ciudadanía rebelde, solidaria, intenta parar un desahucio y
grita ‘vergüenza’, lo hace para avergonzar a antidisturbios y agentes
judiciales, pero también es, en parte, expresión de la humillación que sentimos
frente al lacerante espectáculo de la injusticia que inunda hoy todos los
planos de la vida pública.
Los datos de
la INE publicados esta semana son, mal que nos pese, un escarnio para todos
nosotros. Los 5,77 millones de personas desempleadas, las 1.737.900 familias
con todos sus miembros en paro, o el 50% de jóvenes que no encuentran trabajo
deberían avergonzar, en primer término, a los responsables políticos. Por
seguir defendiendo la flexibilización del mercado de trabajo como medida generadora
de empleo, cuando, como vemos, la reforma laboral no es más que una arma de
destrucción masiva de puestos de trabajo. Por precarizar las condiciones
salariales y laborales hasta el extremo de convertir el redactado del Art. 35
de la Constitución que garantiza una ‘remuneración suficiente para satisfacer
las necesidades del trabajador y de su familia’ en papel mojado. Por debilitar
y eliminar amortiguadores y prestaciones sociales en un país en el que el
riesgo de pobreza ya afecta al 21% de la población. Por ser incapaces de
ofrecer una alternativa al nefasto modelo de crecimiento y apostar los unos por
una más que improbable recuperación y los otros por poder cosechar, tarde o
temprano, el fruto insalubre de la alternancia bipartidista.
Lamentablemente
hay que constatar que la vergüenza al igual que otras expresiones de la empatía
humana, no cuentan entre las virtudes de nuestros gobernantes. Diríase que el
ejercicio de la irresponsabilidad política (sic!) comporta una suerte de
parálisis facial en la que no cabe ni el rubor ni el sonrojo. Los rostros de
nuestros ministros y secretarios de estado parecen cubiertos por una máscara
imperturbable que en algunos casos se distorsiona, sí, aunque no sea más que
por el cinismo y el sarcasmo. A falta de vergüenza propia nos vemos condenados
por eso a experimentarla nosotros, aunque sea vergüenza ajena. Porque la crisis
se ha convertido en una estrategia impune de redistribución de la riqueza, en
la que el rescate del sector financiero empobrece a la inmensa mayoría de la
ciudadanía. Porque la aplicación de esta estrategia comporta la perversión de
los mecanismos democráticos y la puesta en escena del autoritarismo y la
represión policial. Porque la obsesión en perpetuar políticas fallidas se
excusa en la entrega de la soberanía política a Europa, cuando a quién se
entrega es a la banca y a los mercados.
La
vergüenza forma parte de nuestra naturaleza social. Es una expresión que
resulta de la interiorización de valores como la honestidad, la responsabilidad
o la coherencia. Por desgracia hoy estos valores que comparte la inmensa
mayoría, no son válidos para todos. Al gobierno no le afecta que habiendo más
de 3 millones de viviendas vacías se desahucien diariamente a 500 familias.
Tampoco le impresiona que a pesar de llenarse la boca con la defensa del
espíritu emprendedor, del talento y de la iniciativa, se asfixie a la pequeña y
mediante empresa y huyan los profesionales cualificados. Si le importa o no
nuestro futuro es una pregunta retórica. Porque resulta evidente que las
políticas educativas, universitarias y familiares nos condenan a retratarnos
frente a los más jóvenes como una generación de depredadores que consumió los
derechos y el bienestar heredados para legarles un desierto en términos
sociales.
Por eso es tan importante
la vergüenza. Porque es un nexo que nos une. Un sentimiento que aglutina y
cohesiona a la ciudadanía frente a la injusticia que se nos impone. Un lazo
invisible pero resistente que nos invita a luchar juntos. En cada trinchera de
esta economía de guerra que se nos impone. Todos a una el próximo 14 de
noviembre en el marco de una gran huelga general, laboral y social, que permita
cambiar una realidad que nos avergüenza a todos.
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