El racionalismo tiene su cosa. Cuando uno pasea por
las calles del casco antiguo de Varsovia se encuentra, en la esquina de
Swietojanska con Zapiecek, con una fotografía de la destrucción de la capital
polaca en 1944. El paisaje ruinoso al que se abocó a la hermosa ciudad del
Vístula mediante la destrucción programada, no tan sólo es el resultado de la
represalia del ejército nazi, sino también de una operación de desguace de
grandes dimensiones. Al mismo tiempo que se castigaba a la población por su
resistencia armada, se aprovechaba para expoliar todos aquellos materiales que
parecían imprescindibles para la fase final de la guerra. Esta perversa intervención
urbanística contrasta frontalmente con la belleza de la máxima expresión de la
arquitectura racionalista que encontramos en el Pabellón Alemán que construyera,
para la exposición universal de 1929 de Barcelona, Mies van der Rohe. El
arquitecto alemán compuso con él uno de sus proyectos emblemáticos que, a
través de sus exquisitas proporciones, transmite una sensación sublime de
equilibrio, paz y harmonía interior.
Se podrá decir que lo uno tiene bien poco que ver
con lo otro. La común inspiración alemana resulta del todo anecdótica. Pero ahí
está la cosa del racionalismo. Van der Rohe resumió su filosofía en aquel less is more, menos es más, que
sintetiza de manera magistral el horizonte de la razón cuando se convierte en
principio motor del quehacer humano. El sueño de la razón produce monstruos,
escribía Goya en uno de sus caprichos, y resumía mejor que nadie la ambigüedad
que conlleva el reduccionismo lógico, cuando este se lleva hasta sus últimas
consecuencias. También hoy nos encontramos abocados de alguna manera a las
consecuencias del racionalismo aunque, eso sí, sea político. Nada define mejor
las oscuras promesas de la austeridad que el ‘menos es más’ que planteara el
viejo Mies. Reducir el estado del bienestar, recortar sus prestaciones y derechos,
se nos dice, comporta más crecimiento y por tanto más riqueza que distribuir.
Pero la realidad social y económica nos demuestra lo contrario. Como podemos
experimentar, más austeridad comporta menos cohesión y justicia social. Por
tanto no necesariamente menos es más, sino que, en realidad: “Más (austeridad),
es Menos (justicia social)”.
La austeridad se promueve en todos los órdenes
políticos. Desde las instituciones financieras mundiales, ya sea el Banco
Mundial o el FMI, como a nivel europeo, estatal y catalán. Pese a que la
coincidencia en el discurso hegemónico comporta una creciente crispación y
tensión a todos los niveles, la persistencia en mantener el rumbo económico es absoluta.
Parece evidente que el fin que se persigue con ello no es el de la harmonía de
una nueva arquitectura social, para eso empiezan a sobrar aristas y conflictos
en todos los ángulos y superficies, sino la eficacia bélica de una intervención
política y financiera en toda regla. La transferencia de riqueza del patrimonio
público y colectivo a las arcas y cofres de bancos, fondos y multinacionales a
la que asistimos hoy, escribirá, sin duda, alguna de las páginas más negras de
nuestra historia. Cuando alguien pregunte que porqué no se ofreció mayor
resistencia social, habrá que recurrir a toda suerte de tópicos y plantear que
el sueño de la razón, en este caso el sueño siempre pospuesto y al fin realizado
del capital, nos pilló a todos dormidos.
El
problema fundamental es que la razón, ya sea práctica, pura o perfecta, no
arraiga ni se alimenta de la vivencia y emoción humanas. Frente al valor
añadido de nuestras existencias, eso es, las vicisitudes y experiencias que nos
educan en la empatía y la solidaridad, la razón opone un talante higiénico que
reduce todo a una contabilidad universal. Así nos encontramos abocados
actualmente a los márgenes imperfectos de una hoja de cálculo global en la que
se resta lo que habría de sumar. Nos vemos abocados, en definitiva, al proyecto
anodino y temerario de un arquitecto que pretende construir un edificio que es
imposible de habitar. Por eso, frente al ‘menos es más’, es prioritario
recuperar el sentimiento de justicia y el sentido común primigenio que han
hecho progresar a la humanidad. Algo tan sublime e innecesario desde el punto
de vista contable como el poder irracional de los sentimientos, del respeto
mutuo y de la generosidad. Si queremos salir de este lóbrego callejón habrá que
volver a recuperar la ilusión, la esperanza y la voluntad como expresión de una
voz propia e inajenable que cante con renovado desparpajo aquello de ‘el
cristal cuando se empaña se limpia y vuelve a brillar. Ni más, ni menos, ni más,
ni menos’.
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