En la introducción a ‘El
hombre político’, el filósofo alemán Oskar Negt recuerda el origen griego de la
palabra ‘idiota’. Su significado original no remite al loco sino al hombre
privado que no se preocupa de los asuntos públicos. Visto de esta manera, y si
nos fijamos en la actual decadencia de lo público, no sería del todo errado
decir que estamos gobernados por idiotas. Corrobora esta hipótesis el hecho
grotesco de que la actual crisis no surge de una catástrofe natural, de una
guerra o de una epidemia que haya generado pobreza y miseria, sino que la
crisis actual es, por primera vez en la historia de la humanidad, el resultado
de la acumulación sin límites de la riqueza financiera. Una idiotez en toda
regla. La acumulación de capital y por tanto del interés privado se ha
convertido en la losa bajo la que se están sepultando las conquistas sociales y
entre ellas la más preciada, la forma de gobierno que garantiza la pervivencia
de lo público y cuyo origen nos remite también a Grecia: la democracia.
A pesar de que la crisis
actual podría identificarse con un golpe de estado lento, progresivo,
ineluctable, que acaba subvirtiendo el orden democrático, cabe preguntarse en
qué momento ha comenzado la transformación y si la democracia es, por sí sola,
garantía suficiente para asegurar la preeminencia de lo público. Negt escribe
en otro texto (Proyecto social Europa) que la posguerra europea estableció tres
esferas del poder social interconectadas de manera orgánica: la esfera del
estado de derecho, las conquistas del estado social que se deben al movimiento
obrero y la democracia como forma de gobierno. No puede existir una sin las
otras dos. Si no se mantienen y desarrollan las conquistas sociales acaban
desapareciendo democracia y estado de derecho. La democracia va ligada de
manera intrínseca a la justicia social y precisa para su articulación y
subsistencia de las garantías del estado de derecho y de la vitalidad y dinamismo
de la pulsión social que es, en este sentido, garantía democrática.
No es de extrañar por
tanto que en la lenta pero brutal implantación de la hegemonía financiera a
cuyas nefastas consecuencias asistimos hoy, se haya puesto tanta insistencia en
desvirtuar diálogo social y movimiento obrero. La democracia ha dejado de ser
fruto de la razón ilustrada para pasar a ser víctima de la racionalización
política, un proceso en el que se le han substraído los valores del consenso o
la cohesión para dejar la aritmética parlamentaria como única legitimación de
la gestión pública. En su pugna por desvirtuar la democracia y convertirla en
poco más que un compromiso formal, aquellos a los que los griegos llamaban
‘idiotas’ incurren sin embargo en una especulación política de arriesgadas
consecuencias. Son precisamente conquistas sociales como la humanización de las
relaciones laborales, la reducción del tiempo de trabajo, la cobertura
universal sanitaria y el sistema de pensiones los que han procurado a las
democracias europeas estabilidad y paz social en un entorno de progreso
colectivo.
La comprensión de la
democracia como puro mecanismo plebiscitario que legitima el poder supone
desarraigarla de su esencia y abre indefectiblemente la veda para que se acabe
implantando el autoritarismo y la arbitrariedad. Que el proceso se acompañe de
una ‘doble lógica’, la de la democracia y la del mercado, no hace sino aumentar
el riesgo. Al igual que la religión, el mercado es una realidad etérea cuyos
argumentos son potestad exclusiva de sus intérpretes, antes sacerdotes, hoy ideólogos
y economistas. La supremacía de este nuevo poder ‘espiritual’ sobre el poder
‘temporal’ que encarna la democracia, tan sólo desarma un poco más a esta
última, y la hace más débil ante la voracidad del populismo y de la xenofobia. El
mercado es tan incapaz de organizar la sociedad hoy como lo fue la iglesia en
la edad media. Cualquier forma sostenible de sociedad no precisa de dogmas sino
de un grado cierto de autoorganización que arraigue su legitimidad y le permita
adaptar constantemente sus frágiles equilibrios a la realidad.
Por eso Negt habla de la
sociedad actual como de una sociedad enferma que se ha convertido en un simple
apéndice de los poderes económicos. La rigidez ideológica con la que se
pretende excusar la autonomía no ya tan sólo de las instituciones democráticas,
sino del trabajo organizado o de la propia ciudadanía, comporta el peligro
creciente de que el conjunto de la construcción social acabe presa del vértigo.
Es propio del déspota, ilustrado o idiota, el confundir su conveniencia con el
interés colectivo. Para ello hace callar las voces discordantes e impulsa
discursos hegemónicos que hablan de lo inevitable y del valor del sacrificio.
Con ello trata de ocultar su propia incapacidad a la hora de satisfacer las
demandas de la ciudadanía y de justificar su gobierno en la gestión de un
estado de excepción que se perpetúa. El resultado de tal despropósito está
escrito en los libros de historia. Evitarlo supone saber escuchar, articular el
diálogo social y ante la duda, confrontar la propia visión con la de aquellos
que, en democracia, detentan la soberanía. Para eso existe la consulta pública.
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