miércoles, 22 de agosto de 2012

Poder idiota

En la introducción a ‘El hombre político’, el filósofo alemán Oskar Negt recuerda el origen griego de la palabra ‘idiota’. Su significado original no remite al loco sino al hombre privado que no se preocupa de los asuntos públicos. Visto de esta manera, y si nos fijamos en la actual decadencia de lo público, no sería del todo errado decir que estamos gobernados por idiotas. Corrobora esta hipótesis el hecho grotesco de que la actual crisis no surge de una catástrofe natural, de una guerra o de una epidemia que haya generado pobreza y miseria, sino que la crisis actual es, por primera vez en la historia de la humanidad, el resultado de la acumulación sin límites de la riqueza financiera. Una idiotez en toda regla. La acumulación de capital y por tanto del interés privado se ha convertido en la losa bajo la que se están sepultando las conquistas sociales y entre ellas la más preciada, la forma de gobierno que garantiza la pervivencia de lo público y cuyo origen nos remite también a Grecia: la democracia.

A pesar de que la crisis actual podría identificarse con un golpe de estado lento, progresivo, ineluctable, que acaba subvirtiendo el orden democrático, cabe preguntarse en qué momento ha comenzado la transformación y si la democracia es, por sí sola, garantía suficiente para asegurar la preeminencia de lo público. Negt escribe en otro texto (Proyecto social Europa) que la posguerra europea estableció tres esferas del poder social interconectadas de manera orgánica: la esfera del estado de derecho, las conquistas del estado social que se deben al movimiento obrero y la democracia como forma de gobierno. No puede existir una sin las otras dos. Si no se mantienen y desarrollan las conquistas sociales acaban desapareciendo democracia y estado de derecho. La democracia va ligada de manera intrínseca a la justicia social y precisa para su articulación y subsistencia de las garantías del estado de derecho y de la vitalidad y dinamismo de la pulsión social que es, en este sentido, garantía democrática.

No es de extrañar por tanto que en la lenta pero brutal implantación de la hegemonía financiera a cuyas nefastas consecuencias asistimos hoy, se haya puesto tanta insistencia en desvirtuar diálogo social y movimiento obrero. La democracia ha dejado de ser fruto de la razón ilustrada para pasar a ser víctima de la racionalización política, un proceso en el que se le han substraído los valores del consenso o la cohesión para dejar la aritmética parlamentaria como única legitimación de la gestión pública. En su pugna por desvirtuar la democracia y convertirla en poco más que un compromiso formal, aquellos a los que los griegos llamaban ‘idiotas’ incurren sin embargo en una especulación política de arriesgadas consecuencias. Son precisamente conquistas sociales como la humanización de las relaciones laborales, la reducción del tiempo de trabajo, la cobertura universal sanitaria y el sistema de pensiones los que han procurado a las democracias europeas estabilidad y paz social en un entorno de progreso colectivo.

La comprensión de la democracia como puro mecanismo plebiscitario que legitima el poder supone desarraigarla de su esencia y abre indefectiblemente la veda para que se acabe implantando el autoritarismo y la arbitrariedad. Que el proceso se acompañe de una ‘doble lógica’, la de la democracia y la del mercado, no hace sino aumentar el riesgo. Al igual que la religión, el mercado es una realidad etérea cuyos argumentos son potestad exclusiva de sus intérpretes, antes sacerdotes, hoy ideólogos y economistas. La supremacía de este nuevo poder ‘espiritual’ sobre el poder ‘temporal’ que encarna la democracia, tan sólo desarma un poco más a esta última, y la hace más débil ante la voracidad del populismo y de la xenofobia. El mercado es tan incapaz de organizar la sociedad hoy como lo fue la iglesia en la edad media. Cualquier forma sostenible de sociedad no precisa de dogmas sino de un grado cierto de autoorganización que arraigue su legitimidad y le permita adaptar constantemente sus frágiles equilibrios a la realidad.

Por eso Negt habla de la sociedad actual como de una sociedad enferma que se ha convertido en un simple apéndice de los poderes económicos. La rigidez ideológica con la que se pretende excusar la autonomía no ya tan sólo de las instituciones democráticas, sino del trabajo organizado o de la propia ciudadanía, comporta el peligro creciente de que el conjunto de la construcción social acabe presa del vértigo. Es propio del déspota, ilustrado o idiota, el confundir su conveniencia con el interés colectivo. Para ello hace callar las voces discordantes e impulsa discursos hegemónicos que hablan de lo inevitable y del valor del sacrificio. Con ello trata de ocultar su propia incapacidad a la hora de satisfacer las demandas de la ciudadanía y de justificar su gobierno en la gestión de un estado de excepción que se perpetúa. El resultado de tal despropósito está escrito en los libros de historia. Evitarlo supone saber escuchar, articular el diálogo social y ante la duda, confrontar la propia visión con la de aquellos que, en democracia, detentan la soberanía. Para eso existe la consulta pública.

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