Uno de los riesgos que la
Comisión Europea distingue en el contexto de la crisis, es el auge del
nacionalismo y de la xenofobia. Que en una misma frase con suma frecuencia
incluya ambas palabras es preocupante. Se entiende que la institución que
teóricamente lleva las riendas de un ente supranacional como lo es la Unión
Europea, vea en el nacionalismo un obstáculo natural. De aquí a que lo
identifique con el odio a lo ajeno va sin embargo un paso largo. No cabe duda
de que el mayor impedimento para que pueda fraguar el proyecto europeo son los
estados que, por lógica, a duras penas están dispuestos a delegar sus
competencias. En la circunstancia actual, con la crisis de la deuda, se
convendrá sin embargo, en que el ‘nacionalismo’, a falta de ‘soberanía
nacional', ha quedado relegado a un nivel simbólico. La gobernanza europea, los
memorandos de entendimiento y demás EUfemismos han vaciado de contenido la iniciativa
de los estados y han dejado la vivencia nacional para liturgias deportivas y otras
celebraciones de un ‘espíritu’ nacional, que, en términos políticos, es poco operativo.
Seamos claros. El
principal problema de la Comisión no radica en los estados, sino en la interacción
de estos en el marco del Consejo Europeo. Los equilibrios en el ECOFIN y más
allá, en el Banco Central Europeo, obedecen hoy a las consignas de los estados
con mayor solvencia que imponen sus reglas, no ya para defender los intereses
de su población, sino los de sus grandes empresas y corporaciones financieras.
Este tipo de ‘nacionalismo’ no es sin embargo el que preocupa a la Comisión, a
pesar de que sea el principal responsable de que el Consejo Europeo acabe
usurpando sus funciones e imponga una dinámica propia que la condena al papel de simple administrador o convidado de piedra. Frente al
Consejo, la Comisión Europea suele mostrar una gran mansedumbre. Probablemente porque
le falta la legitimidad que le podría otorgar su compañero de viaje, el
Parlamento Europeo, al que sin embargo tiene políticamente en ayuno constante.
Un error considerable, puesto que es la legitimidad democrática la única
solución para superar in extremis la malformación congénita que padece
hoy la Unión Europea.
A lo que hace referencia
la Comisión cuando habla de nacionalismo es a la animadversión creciente que manifiesta
la ciudadanía frente a un proyecto supuestamente ‘europeo’. Se ha visto en la
corrosiva campaña contra Syriza en Grecia, o, recientemente, frente a los
socialistas holandeses. Se tacha de nacionalista, radical y antieuropeísta a
aquellos que anteponen la soberanía social a la soberanía monetaria. Como si el
europeísmo fuera patrimonio exclusivo de los que adecuan sus políticas al
dictado de los mercados y aceptan que en la alquimia del Consejo se imponga siempre
de nuevo la fórmula de aquellos que tienen mejor acceso al crédito. Que se
ponga en una misma frase este ‘nacionalismo’, social y democrático, con el
‘odio a lo ajeno’ es una patraña de inauditas dimensiones. Porque es
precisamente el ‘europeísmo’ malentendido del Consejo Europeo el que impone el
egoísmo mercantil a la expresión de la solidaridad social y de clase que puede
dar consistencia al proyecto europeo.
Europa en estos términos
apabulla. Y mal que le pese a la Comisión, semejante postura es compatible con
una profunda, íntima y auténtica vivencia del europeísmo, como apuesta democrática,
sostenible y necesaria. Los que defienden la Europa social lo hacen desde la
convicción de que en este proyecto común se había alcanzado un estado de
madurez política que permitía superar el arcaísmo de la ‘soberanía nacional’
para encaminar la ‘soberanía social’. Un espacio a salvo de anticuadas
consignas patrióticas que, mediante la justicia y la inteligencia social,
conquistaba el terreno fértil de la autonomía individual y colectiva. Que
actualmente se tache de ‘nacionalistas’ a los que anteponen el interés común y
la democracia al sacrificio sin alternativas, a la entrega a poderes
financieros, estos sí, del todo ‘ajenos’ al 99% de la población, es una perversión
inexcusable. Muestra si acaso el grado de incoherencia y contradicción con la
que, día si, día también, se condena a Europa, como proyecto y como realización
de un sueño largamente anhelado, a un esperpento de dimensiones monstruosas.
El nacionalismo que
habría de preocupar a la comisión es precisamente el que desprecia lo ‘ajeno’
porque va contra su naturaleza el aceptar que cohesión, justicia social e
igualdad son los fundamentos del bienestar y del progreso. Este nacionalismo que
habla por boca de algunos estados europeos cuenta con grandes patriotas, ya sea en
Grecia, Irlanda, Bélgica o Alemania. Primero fueron los que explotaban a sus
conciudadanos en fábricas y trincheras. Luego los que de tanto amor patrio se
llevaron las empresas para trasladar sacrificio y explotación a otros
especimenes, si bien humanos, menos inmediatos. Se sumaron los que
sencillamente se llevaban no ya la producción industrial, sino el capital
acumulado a través del esfuerzo colectivo para ponerlo a salvo de la
‘socialización’ insoportable que comportan los impuestos. Hoy son los
portavoces aguerridos de la rebaja constante de las conquistas sociales, de la
calidad de la educación, de la sanidad o de las pensiones públicas los que
enarbolan la bandera de este ‘nacionalismo económico’ que sabe bien poco de
fronteras, y al que le importa aún menos el proyecto europeo.
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