miércoles, 29 de agosto de 2012

El odio al otro


Uno de los riesgos que la Comisión Europea distingue en el contexto de la crisis, es el auge del nacionalismo y de la xenofobia. Que en una misma frase con suma frecuencia incluya ambas palabras es preocupante. Se entiende que la institución que teóricamente lleva las riendas de un ente supranacional como lo es la Unión Europea, vea en el nacionalismo un obstáculo natural. De aquí a que lo identifique con el odio a lo ajeno va sin embargo un paso largo. No cabe duda de que el mayor impedimento para que pueda fraguar el proyecto europeo son los estados que, por lógica, a duras penas están dispuestos a delegar sus competencias. En la circunstancia actual, con la crisis de la deuda, se convendrá sin embargo, en que el ‘nacionalismo’, a falta de ‘soberanía nacional', ha quedado relegado a un nivel simbólico. La gobernanza europea, los memorandos de entendimiento y demás EUfemismos han vaciado de contenido la iniciativa de los estados y han dejado la vivencia nacional para liturgias deportivas y otras celebraciones de un ‘espíritu’ nacional, que, en términos políticos, es poco operativo.

Seamos claros. El principal problema de la Comisión no radica en los estados, sino en la interacción de estos en el marco del Consejo Europeo. Los equilibrios en el ECOFIN y más allá, en el Banco Central Europeo, obedecen hoy a las consignas de los estados con mayor solvencia que imponen sus reglas, no ya para defender los intereses de su población, sino los de sus grandes empresas y corporaciones financieras. Este tipo de ‘nacionalismo’ no es sin embargo el que preocupa a la Comisión, a pesar de que sea el principal responsable de que el Consejo Europeo acabe usurpando sus funciones e imponga una dinámica propia que la condena al papel de simple administrador o convidado de piedra. Frente al Consejo, la Comisión Europea suele mostrar una gran mansedumbre. Probablemente porque le falta la legitimidad que le podría otorgar su compañero de viaje, el Parlamento Europeo, al que sin embargo tiene políticamente en ayuno constante. Un error considerable, puesto que es la legitimidad democrática la única solución para superar in extremis la malformación congénita que padece hoy la Unión Europea.

A lo que hace referencia la Comisión cuando habla de nacionalismo es a la animadversión creciente que manifiesta la ciudadanía frente a un proyecto supuestamente ‘europeo’. Se ha visto en la corrosiva campaña contra Syriza en Grecia, o, recientemente, frente a los socialistas holandeses. Se tacha de nacionalista, radical y antieuropeísta a aquellos que anteponen la soberanía social a la soberanía monetaria. Como si el europeísmo fuera patrimonio exclusivo de los que adecuan sus políticas al dictado de los mercados y aceptan que en la alquimia del Consejo se imponga siempre de nuevo la fórmula de aquellos que tienen mejor acceso al crédito. Que se ponga en una misma frase este ‘nacionalismo’, social y democrático, con el ‘odio a lo ajeno’ es una patraña de inauditas dimensiones. Porque es precisamente el ‘europeísmo’ malentendido del Consejo Europeo el que impone el egoísmo mercantil a la expresión de la solidaridad social y de clase que puede dar consistencia al proyecto europeo.

Europa en estos términos apabulla. Y mal que le pese a la Comisión, semejante postura es compatible con una profunda, íntima y auténtica vivencia del europeísmo, como apuesta democrática, sostenible y necesaria. Los que defienden la Europa social lo hacen desde la convicción de que en este proyecto común se había alcanzado un estado de madurez política que permitía superar el arcaísmo de la ‘soberanía nacional’ para encaminar la ‘soberanía social’. Un espacio a salvo de anticuadas consignas patrióticas que, mediante la justicia y la inteligencia social, conquistaba el terreno fértil de la autonomía individual y colectiva. Que actualmente se tache de ‘nacionalistas’ a los que anteponen el interés común y la democracia al sacrificio sin alternativas, a la entrega a poderes financieros, estos sí, del todo ‘ajenos’ al 99% de la población, es una perversión inexcusable. Muestra si acaso el grado de incoherencia y contradicción con la que, día si, día también, se condena a Europa, como proyecto y como realización de un sueño largamente anhelado, a un esperpento de dimensiones monstruosas.

El nacionalismo que habría de preocupar a la comisión es precisamente el que desprecia lo ‘ajeno’ porque va contra su naturaleza el aceptar que cohesión, justicia social e igualdad son los fundamentos del bienestar y del progreso. Este nacionalismo que habla por boca de algunos estados europeos cuenta con grandes patriotas, ya sea en Grecia, Irlanda, Bélgica o Alemania. Primero fueron los que explotaban a sus conciudadanos en fábricas y trincheras. Luego los que de tanto amor patrio se llevaron las empresas para trasladar sacrificio y explotación a otros especimenes, si bien humanos, menos inmediatos. Se sumaron los que sencillamente se llevaban no ya la producción industrial, sino el capital acumulado a través del esfuerzo colectivo para ponerlo a salvo de la ‘socialización’ insoportable que comportan los impuestos. Hoy son los portavoces aguerridos de la rebaja constante de las conquistas sociales, de la calidad de la educación, de la sanidad o de las pensiones públicas los que enarbolan la bandera de este ‘nacionalismo económico’ que sabe bien poco de fronteras, y al que le importa aún menos el proyecto europeo.

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