En su
acepción clásica la independencia es un grado evidente de libertad y autonomía
de un estado, pero también de una institución u organismo. Así la independencia
de los tres poderes (ejecutivo, legislativo, judicial) es, desde la revolución
francesa, uno de los requisitos del buen gobierno democrático. Si pensamos en
Europa resulta harto difícil no ya establecer la independencia de los tres
poderes, sino tan siquiera identificarlos. La iniciativa legislativa no
corresponde al Parlamento Europeo sino al poder ejecutivo que encarna en teoría
la Comisión, pero que detenta, en realidad, el Consejo Europeo. En esta
amalgama que acaba anulando no ya el ‘buen gobierno’ democrático, sino
cualquier comprensión de ‘gobierno’ al uso (por eso la utilización del malsonante
sucedáneo: gobernanza), adquiere especial importancia la ‘independencia’
del Banco Central Europeo. Importancia porque el BCE es el principal
responsable de la política monetaria y por tanto de la gestión de la crisis de
la deuda que amenaza con finiquitar el conjunto de instituciones; léase la
Unión Europea.
Que el
guardián de la estabilidad de la moneda común pueda acabar convirtiéndose en su
verdugo, es una de las paradojas que caracterizan la crisis sistémica que
atraviesa Europa. Tiene que ver en ello el estatuto de ‘independencia’ que le
garantiza el Tratado al Banco Central y que, he ahí la segunda paradoja, se
corresponde en realidad con una dependencia selectiva de ciertos poderes
financieros. La ‘independencia’ del BCE no queda en entredicho tan solo por las
complicidades biográficas de su presidente, Mario Draghi, con Goldman Sachs, ni
tampoco por su adscripción, investigada actualmente por el defensor del pueblo
europeo, Nikiforos Diamandouros, al ‘Group of Thirty’, un lobby financiero al
que pertenecen figuras relevantes de la banca de inversión internacional, pero
también de la pública, como Axel Weber, ex presidente del banco central alemán.
La servidumbre del BCE, por evitar ya el EUfemismo, se hace evidente por su
propio proceder y por los dimes y diretes con los que va jalonando torpemente
el descenso a los infiernos en el que esta embargada actualmente la economía
europea.
En una
conferencia celebrada a finales de julio en Londres, Mario Draghi dijo con el
laconismo propio del mundo de las finanzas, pero que, en el contexto trágico
actual, quería interpretarse como una auténtica declaración de amor: “El BCE
hará todo lo necesario para sostener el Euro. Y, créanme, eso será suficiente”.
Con ello se abría la posibilidad de una intervención del banco central para
salvar la insoportable presión sobre la deuda española e italiana. La reacción
no se hizo esperar. Por un lado la bolsa española cerró aquel día con una
subida del 6% y la prima de riesgo cayó 50 puntos. Por el otro, en los altos
despachos, se encendían todas las alarmas. El presidente del Bundesbank, Jens
Weidmann advertía de que al BCE no se le puede encomendar la gestión de la
crisis y el secretario general del partido bávaro CSU, Alexander Dobrindt,
identificaba ese tipo de medidas con una financiación de los estados por la
puerta de atrás. El ministro de finanzas Markus Söder ponía la guinda con una
declaración digna de entrar en los anales de la historia: “Somos solidarios,
pero no somos tontos”.
El
argumento de autoridad que subyace a estos planteamientos es el del riesgo
moral. La garantía común o el apoyo explícito a la deuda periférica podría
tentar a los estados ‘despilfarradores’ al dispendio a través del crédito
barato. Pero los argumentos autoritarios suelen ser argumentos falaces. El
crédito barato lo estuvieron dando precisamente algunos bancos del norte
europeo a los bancos periféricos creando un riesgo que ahora se quiere
externalizar al conjunto de la población. La prima de riesgo elevada en España
o Italia es ahora la garantía del crédito barato en Alemania, que permite
sanear las cuentas de estos bancos ‘intoxicados’. Por eso donde dije Draghi,
digo Diego y viendo que se le recordaba amenazadoramente su ‘independencia’,
Mario calló. Una semana después se publicaba el informe mensual del BCE con un
anexo dedicado a los ajustes en la periferia europea. En él se apela invariablemente
a la batería de medidas estructurales que van de la reducción de salarios a la
flexibilización del entorno laboral, o la privatización y liberalización de los
servicios públicos.
Este planteamiento inútil y reiterativo nos reafirma en la certeza de una tercera paradoja. La independencia de los unos, eso es, del Banco Central Europeo y de sus mentores, los grupos de poder
financiero, es la dependencia de los otros, eso es, la ciudadanía que ha de
vivir de su trabajo. La servidumbre del BCE al que Vicenç Navarro equiparaba,
poco ha, con un lobby de la banca alemana, condena a los trabajadores europeos a
la pérdida de sus espacios de autonomía individual y colectiva. Su dependencia
ideológica socava la legitimidad democrática del proyecto común y alimenta el
‘desorden del fantasmal universo paralelo de los bancos de inversión y fondos
de riesgo’, a los que se referían Habermas, Bofinger y Nida-Rümelin en un
magnífico artículo de reciente publicación. Todo ello conduce, mediante la
tergiversación y la inacción premeditada, a la condena del proyecto europeo a
un efímero fenómeno histórico. Un valioso esfuerzo colectivo truncado por la
avaricia y la servidumbre de las altivas testas que presidirán desde su
incompetencia el orgulloso panteón de Europa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario