De 1931
a 1936 el escritor alemán Albert Vigoleis Thelen emigró con su mujer Beatrice a
Mallorca. Allí escribió ‘La isla del segundo rostro’ una novela a medio camino
entre la memoria y la picaresca, que es probablemente uno de los relatos
antifascistas más divertidos de la historia de la literatura. La descripción
que hace el buscavidas Vigoleis de la isla nos transporta a una época, la de la
II República, en la que se vive, si bien con cierta cautela, un virulento
anticlericalismo. Cuenta el escritor su sorpresa al descubrir que, dibujado en
el fondo de los orinales, se encuentra en muchos hogares, el anagrama del ‘ojo
de dios’, enmarcado por el inmaculado triángulo. Si dejamos de lado la
improbable interpretación de que tal despliegue iconográfico sirva como alegato
ejemplarizante para guardar la compostura moral incluso en los más íntimos
menesteres, no nos queda otra explicación que la del sacrilegio escatológico. Que
los ciudadanos se reserven la íntima satisfacción de echar pestes sobre la
iglesia en lo más recóndito de sus casas, nos habla de un odio que es fruto de
la represión y visceral por partida doble.
Esta animosidad
hacia lo eclesiástico se muestra en numerosos episodios que jalonan el desgarrador
alumbramiento de nuestra modernidad. En la desamortización de las propiedades
de la iglesia, que impulsan los liberales en la primera mitad del siglo XIX. En
el escalamiento que convierte una revuelta social de carácter antibelicista, en
la Barcelona de 1909, en una semana trágica en la que se queman 80 edificios
religiosos. También en la II República cuando el laicismo se eleva a rango de
ley con el artículo 26 de la Constitución, que suprime el apoyo económico a la
iglesia católica y a las órdenes religiosas, a las que además prohíbe el
ejercicio de la enseñanza. Pero el clero recupera su poder poco después en el
marco de la cruzada nacional. De la desamortización volvemos, con el
nacionalcatolicismo, a la amortización del apoyo que presta la curia a un dictador
al que pasea bajo palio. Con la ley hipotecaria de 1946, ampliada en 1998 por Aznar,
se le otorga el derecho al registro de bienes y se la exime del pago de
impuestos. Con el Concordato de 1953 se le restauran privilegios abolidos
anteriormente.
Hoy
entre subvenciones, donaciones económicas, cesiones de terrenos y exenciones
fiscales la iglesia percibe alrededor de 10.000 millones de Euros, aún cuando
el número de creyentes practicantes es reducido. Y es que, entre otros actores,
las universidades de afiliación católica educan a las elites económicas y
tienen un fuerte ascendente sobre el gobierno y la clase política. Esta semana
se ha hecho patente en la propuesta del ministro de justicia para modificar la
ley de plazos e introducir otra en la que los supuestos actuales para el aborto
son sustituidos por el del riesgo del daño psicológico. El que la mujer tenga
que justificar su voluntad de abortar supone sin duda una intromisión y un
retroceso en los derechos civiles. Se corresponde con la aplicación de un
programa no moral, sino moralizante, que recupera los dictados más rancios de
la derecha católica. No es de extrañar. Son dos los elementos que atraen con
fuerza el apetito político de la iglesia: la precariedad de la población, y el
autoritarismo en las formas de gobierno.
Hoy se
dan ambas condiciones. Mientras en otros países los movimientos cristianos de
base enfrentan el problema de la polarización y de la fragmentación social con
la exigencia de reformas económicas que pongan fin a la injusticia y a la miseria,
aquí la jerarquía católica, monolítica y profundamente intolerante, aprovecha
el desbarajuste para imponer un salto cualitativo en su ambición de tutela. Saluda
la eliminación de la autonomía personal a través de la negación de la memoria,
de la rebaja de las libertades civiles y de la degradación de los recursos
educativos, sociales y sanitarios. La dependencia de las personas que resulta
de todo ello es una garantía para que pueda ejercerse la potestad de la caridad
y el socorro, y refuerza además la ascendencia sobre la población de aliados
históricos como la banca y las grandes fortunas.
En esta
circunstancia, más de una y más de uno habrá acudido ya al desván en busca del
orinal del abuelo. Si no lo encuentra puede dirigirse a algunos urinarios
europeos desgraciadamente tan sólo masculinos (que se sepa). Verá que en el
fondo del recipiente se ha dispuesto una imagen algo tosca. Se trata no de un
ojo, sino de una mosca de porcelana que invita a concentrar el chorro del que
se alivia. Sin duda no sustituye la dimensión sacrílega al que hacía referencia
Vigoleis en su maravillosa novela, ni invita a la apostasía, sino a la
pulcritud y al civismo que son tan propios de todo lo europeo. Aún así si
recordamos las recientes declaraciones del Presidente del Banco Central
Europeo, Mario Draghi, en las que comparaba nuestra moneda común con el vuelo
inexplicable de un abejorro que ha de convertirse en abejita, tal vez pueda
sentir, ante las inclementes condiciones de nuestra economía, un cierto
desahogo periférico.
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