domingo, 22 de julio de 2012

El eurismo que destruye Europa

“Puede parecer divertido hablar de nación europea en el momento en que algunos pueblos de Europa afirman su voluntad de crecer a expensas de sus vecinos…” Este arranque tan actual, no corresponde a ningún escrito contemporáneo, sino al inicio del ‘Dirscurso a la nación europea” que Julien Benda redactara a finales de 1932, poco antes de tomar Adolf Hitler el poder en Alemania. Al margen de algunas posiciones que hoy en día pueden parecer algo extravagantes, el texto del filósofo francés es clarividente en muchas otras. Cuando vaticina que “Europa no será el fruto de una simple transformación económica…” sino de la adopción de un sistema de valores morales, enuncia uno de los conflictos fundamentales a los que hoy sigue enfrentándose el proyecto europeo. Al igual que Alemania no se creó por una simple unión aduanera (Zollverein), recuerda, Europa será producto de la voluntad y de la autonomía del espíritu o no será, pues no existe un Ser europeo.

Lo que plantea Benda, se corresponde con una realidad histórica. Ni el imperio romano, ni el carolingio, el de Carlos V, o el de Napoleón Bonaparte, aportaron una ‘idea’ de Europa. Fueron proyectos ejercidos desde el autoritarismo y la tiranía que fracasaron, todos ellos, estrepitosamente. Europa, como proyecto político, no puede apelar a un origen ni a una determinación histórica, sino que puede ser tan sólo producto de una asociación voluntaria y libre, y para ello hace falta un sistema de valores, un modelo social compartido. Ante la distinción que hace otro filósofo francés, Alain Finkielkraut, entre ‘nación-genio’ y ‘nación-contrato’ para diferenciar el nacionalismo ‘telúrico’ germánico, que nace con Herder y su ‘Volksgeist’, de la nación de ciudadanos, que nace de la revolución francesa, Europa no tiene alternativa. Al no existir razón histórica, el proyecto europeo tiene que emerger, si quiere prosperar, de un ejercicio de voluntad colectiva, de un contrato social que le otorgue carta de naturaleza propia

También esta línea argumental tiene un fundamento histórico. El impulso al proyecto europeo, a cuya lamentable decadencia asistimos hoy, nace precisamente del contrato social que se firma tras los horrores de la segunda guerra mundial. Comporta un modelo de convivencia, de organización social, de derechos individuales y colectivos, que es el que ha permitido ganar la complicidad de la ciudadanía e ir avanzando, paso a paso, en la construcción europea. Es la ruptura de este contrato, con la aparición soslayada al principio, brutal y devastadora después, del consenso neoliberal, la que ha encaminado el proyecto común a una ruptura de consecuencias impredecibles. La falacia que supone rebajar la vocación de la Unión de su dimensión social a la puramente económica, comporta la idea inconsistente y peregrina de que pueda sustituirse el potencial de identificación que subyace a un modelo social por otro que no ofrezca más señas de identidad que las que brindan un mercado común y una moneda compartida.

Así Europa está condenada al fracaso, y por tres razones. En primer lugar porque la idea de economía que se oculta tras la lógica del mercado común, es la de la maximización de los beneficios, una idea ‘empresarial’ que renuncia a los fundamentos que tiene la economía como disciplina social y que supone no detenerse exclusivamente en la optimización de los costes. En segundo lugar, el mercado común europeo no puede generar una identidad común, porque se diluye irremisiblemente bajo las tensiones de la globalización. Pretender que con la libre circulación de mercancías y de capitales a nivel mundial, a la que se abocó Europa en los años ochenta, el mercado interior europeo pueda suponer un hecho diferencial, no es más que una tergiversación burda y alevosa. Finalmente, el mercado no comporta ningún contrato ni modelo social, ni tampoco una asociación voluntaria y libre que pueda construir una alternativa en términos de identidad, a la pulsión de aquello que Finkielkraut denomina ‘el cuerpo místico de la nación’

Tampoco la moneda común aporta mejora alguna. Si acaso refuerza el carácter financiero de la unión económica y limita y difumina aún más la dimensión social de la Unión Europea. El ‘eurismo’, como reducción del proyecto común a los avatares y vicisitudes a los que obliga la asunción de una misma política monetaria, no hace más que consagrar el despotismo y el oscurantismo financiero. La divisa común se convierte, en el marco de la crisis actual, en un elemento que promueve la deflación social, en el ariete que destruye el contrato social que precisamente podría otorgarle la tan necesaria legitimidad. En esta dinámica constante de devaluación del estado del bienestar, a través de las formas autoritarias y antidemocráticas en las que se promueve un proyecto que actúa tan sólo desde una lógica financiera, Europa recupera la rigidez e intolerancia de aquellos imperios que hicieron fracasar, una y otra vez, el sueño de un marco común de convivencia que garantizara paz, democracia e igualdad.

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