Lo que plantea Benda, se
corresponde con una realidad histórica. Ni el imperio romano, ni el carolingio,
el de Carlos V, o el de Napoleón Bonaparte, aportaron una ‘idea’ de Europa.
Fueron proyectos ejercidos desde el autoritarismo y la tiranía que fracasaron,
todos ellos, estrepitosamente. Europa, como proyecto político, no puede apelar
a un origen ni a una determinación histórica, sino que puede ser tan sólo
producto de una asociación voluntaria y libre, y para ello hace falta un
sistema de valores, un modelo social compartido. Ante la distinción que hace
otro filósofo francés, Alain Finkielkraut, entre ‘nación-genio’ y
‘nación-contrato’ para diferenciar el nacionalismo ‘telúrico’ germánico, que
nace con Herder y su ‘Volksgeist’, de la nación de ciudadanos, que nace de la
revolución francesa, Europa no tiene alternativa. Al no existir razón
histórica, el proyecto europeo tiene que emerger, si quiere prosperar, de un
ejercicio de voluntad colectiva, de un contrato social que le otorgue carta de
naturaleza propia
También esta línea
argumental tiene un fundamento histórico. El impulso al proyecto europeo, a
cuya lamentable decadencia asistimos hoy, nace precisamente del contrato social
que se firma tras los horrores de la segunda guerra mundial. Comporta un modelo
de convivencia, de organización social, de derechos individuales y colectivos,
que es el que ha permitido ganar la complicidad de la ciudadanía e ir
avanzando, paso a paso, en la construcción europea. Es la ruptura de este
contrato, con la aparición soslayada al principio, brutal y devastadora
después, del consenso neoliberal, la que ha encaminado el proyecto común a una
ruptura de consecuencias impredecibles. La falacia que supone rebajar la
vocación de la Unión de su dimensión social a la puramente económica, comporta la
idea inconsistente y peregrina de que pueda sustituirse el potencial de
identificación que subyace a un modelo social por otro que no ofrezca más señas
de identidad que las que brindan un mercado común y una moneda compartida.
Así Europa está condenada
al fracaso, y por tres razones. En primer lugar porque la idea de economía que
se oculta tras la lógica del mercado común, es la de la maximización de los
beneficios, una idea ‘empresarial’ que renuncia a los fundamentos que tiene la
economía como disciplina social y que supone no detenerse exclusivamente en la
optimización de los costes. En segundo lugar, el mercado común europeo no puede
generar una identidad común, porque se diluye irremisiblemente bajo las
tensiones de la globalización. Pretender que con la libre circulación de
mercancías y de capitales a nivel mundial, a la que se abocó Europa en los años
ochenta, el mercado interior europeo pueda suponer un hecho diferencial, no es
más que una tergiversación burda y alevosa. Finalmente, el mercado no comporta
ningún contrato ni modelo social, ni tampoco una asociación voluntaria y libre
que pueda construir una alternativa en términos de identidad, a la pulsión de
aquello que Finkielkraut denomina ‘el cuerpo místico de la nación’
Tampoco la moneda común aporta mejora alguna. Si acaso refuerza el carácter financiero de la unión económica y limita y difumina aún más la dimensión social de la Unión Europea. El ‘eurismo’, como reducción del proyecto común a los avatares y vicisitudes a los que obliga la asunción de una misma política monetaria, no hace más que consagrar el despotismo y el oscurantismo financiero. La divisa común se convierte, en el marco de la crisis actual, en un elemento que promueve la deflación social, en el ariete que destruye el contrato social que precisamente podría otorgarle la tan necesaria legitimidad. En esta dinámica constante de devaluación del estado del bienestar, a través de las formas autoritarias y antidemocráticas en las que se promueve un proyecto que actúa tan sólo desde una lógica financiera, Europa recupera la rigidez e intolerancia de aquellos imperios que hicieron fracasar, una y otra vez, el sueño de un marco común de convivencia que garantizara paz, democracia e igualdad.
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