martes, 3 de julio de 2012

Cambalache

Allá por 1934, en plena década infame, Enrique Santos Discépolo componía el inolvidable tango ‘Cambalache’. La letra comenzaba con “Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé. En el quinientos seis y en el dos mil también” y recogía con clarividencia arrabalera el sentir de una época asolada por el fraude y la corrupción. La  ‘maldá insolente’ que desplegaba el cambalache político en la Argentina de los años treinta, tiene sin duda poco que ver con las formas estilizadas que lucen nuestros mandatarios europeos cuando se reúnen en el pulcro marco de un Consejo Europeo. Pero si quisiéramos ponerle música al trajín noctámbulo, enardecido y arrebatado que se escenificó en Bruselas en la madrugada del pasado jueves se nos haría difícil renunciar al sentimental rugido del bandoneón.

Y es que la semana comenzaba ya con unas declaraciones impropias de la siempre frugal y ponderada Angela Merkel. Cuando la canciller dijo aquello de ‘Europa no tendrá deuda compartida mientras yo esté viva’ a unos se le rompían los esquemas y a otros directamente el corazón. Y no tanto por la incierta amenaza que conllevaba el infausto augurio, sino por el bronco apasionamiento que imprimía la líder alemana a su proverbial templanza. Tal vez fuera contaminación emocional o efecto colateral de otra contienda, la de la Eurocopa, que se jugaba en aquel momento en la lejana Varsovia. El once alemán, tras apear sin miramientos al equipo griego, se preparaba para llevar el esférico hasta sus últimas consecuencias geopolíticas: una escabechina deportiva sin concesiones, de la que debían salir malparados derrochadores y periféricos como Italia, España o Portugal.

Como muy tarde a la hora de los postres, cuando se endulzaban el paladar presidentes, cancilleres y primeros ministros, el torso reluciente, vigoroso, inamovible de Mario Balotelli, ponía punto y final a los sueños alemanes. En una muestra de orgullo, reafirmación y poder que haría removerse en su tumba de Père-Lachaise al mismísimo Merleau-Ponty, tal era la estampa de corporalidad y conciencia, el delantero italiano quebraba las expectativas de la delegación liderada por Angela Merkel. En más de un patio de vecinos europeo el grito de celebración del gol; profuso, inaudito, superando en volumen y rabia lo propio del más disputado derbi, demostraba que la Unión es ya una realidad sino política, sí humana, como mínimo por ese sanguíneo recelo que es patrimonio exclusivo de aquellos que sufren las veleidades de un destino común.

La noche había de ser larga. A estas alturas el Eurogrupo ya se había quedado solo y Mario Monti, voz cantante de lo que alguien bautizaría más tarde como ‘duo infernal’, vetaba el plan de crecimiento europeo a falta de medidas que le garantizaran la estabilidad. Un paso maestro, de bailarín sabio y artero. Si la canciller alemana llegaba al día siguiente al Bundestag sin Pacto por el Crecimiento, la oposición le negaría el apoyo en la aprobación del Tratado de Estabilidad. El cambalache estaba servido. Se abría en canal una madrugada plagada de presagios inciertos y de oscuras promesas de redención. Cuando el sol de Bruselas, siempre modesto y cauteloso, se asomaba al fin al horizonte, el primer ministro italiano desgranaba satisfecho ante la prensa los pormenores y resultados de una noche de pasión política y de fecunda negociación.

Junto al Pacto por el Crecimiento y el Empleo se había acordado la elaboración de una hoja de ruta para la consecución de una ‘auténtica’ Unión Económica y Monetaria. La misión encargada al circunspecto cuarteto formado por Van Rompuy, Draghi, Barroso y Juncker colocaba en el generoso largo plazo el complejo discernimiento de lo que viene a ser ‘auténtico’ en nuestra Unión. Pero más allá de lo que son sin duda reprobables suspicacias, la noche de autos arrojaba un compromiso a medio término: la recapitalización de la banca con recursos europeos sin computarse ésta como deuda pública, la  eliminación del carácter privilegiado de la ayuda europea sobre la deuda soberana en caso de impago, y la utilización de fondos europeos de rescate para la compra de títulos soberanos. Tres medidas impactantes arrancadas con nocturnidad pero sin alevosía a la obstinada canciller. Tres arietes dispuestos a quebrar las resistencias del imperio de la austeridad y el obsesivo empecinamiento de los mercados financieros.

Lástima que la vida sea un cambalache, incluso cuando cesa de resoplar el bandoneón. A pocos se les escapa que aún en pleno frenesí la dignataria alemana puso buen cuidado en bailar y salvar la ropa. Mientras en la periferia algunos quieren confundir derrota deportiva y política otros ya han empezado a buscarle la letra pequeña a las condiciones que puso en pleno éxtasis tanguista la canciller. Se sospecha de hecho que, contra todo pronóstico, fuera ella la que le llevara el paso al prohombre italiano, y que su supuesta entrega no fuera más que ardid. Buscando evitar a toda costa un avance en aquello más sagrado, en la naturaleza más íntima de la Unión, la mancomunización de la deuda, habría aceptado pasos importantes en otros ámbitos pero dejándose bien guardada la puerta de atrás: aquello que en términos contemporáneos se suele llama ‘condicionalidad’. Y es que el mundo es algo problemático y febril. ‘Siempre habrá chorros, maquiavelos y estafaos, contentos y amargaos, valores y dublé’… Tan sólo cabe esperar que esta década no acabe siendo ni infame ni tampoco una década perdida.

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