Y es que la semana
comenzaba ya con unas declaraciones impropias de la siempre frugal y ponderada
Angela Merkel. Cuando la canciller dijo aquello de ‘Europa no tendrá deuda
compartida mientras yo esté viva’ a unos se le rompían los esquemas y a otros
directamente el corazón. Y no tanto por la incierta amenaza que conllevaba el
infausto augurio, sino por el bronco apasionamiento que imprimía la líder
alemana a su proverbial templanza. Tal vez fuera contaminación emocional o efecto
colateral de otra contienda, la de la Eurocopa, que se jugaba en aquel momento
en la lejana Varsovia. El once alemán, tras apear sin miramientos al equipo
griego, se preparaba para llevar el esférico hasta sus últimas consecuencias
geopolíticas: una escabechina deportiva sin concesiones, de la que debían salir
malparados derrochadores y periféricos como Italia, España o Portugal.
Como muy tarde a la hora
de los postres, cuando se endulzaban el paladar presidentes, cancilleres y
primeros ministros, el torso reluciente, vigoroso, inamovible de Mario
Balotelli, ponía punto y final a los sueños alemanes. En una muestra de orgullo,
reafirmación y poder que haría removerse en su tumba de Père-Lachaise al mismísimo
Merleau-Ponty, tal era la estampa de corporalidad y conciencia, el delantero
italiano quebraba las expectativas de la delegación liderada por Angela Merkel.
En más de un patio de vecinos europeo el grito de celebración del gol; profuso,
inaudito, superando en volumen y rabia lo propio del más disputado derbi, demostraba
que la Unión es ya una realidad sino política, sí humana, como mínimo por ese
sanguíneo recelo que es patrimonio exclusivo de aquellos que sufren las veleidades
de un destino común.
La noche había de ser
larga. A estas alturas el Eurogrupo ya se había quedado solo y Mario Monti, voz
cantante de lo que alguien bautizaría más tarde como ‘duo infernal’, vetaba el
plan de crecimiento europeo a falta de medidas que le garantizaran la
estabilidad. Un paso maestro, de bailarín sabio y artero. Si la canciller
alemana llegaba al día siguiente al Bundestag sin Pacto por el Crecimiento, la
oposición le negaría el apoyo en la aprobación del Tratado de Estabilidad. El
cambalache estaba servido. Se abría en canal una madrugada plagada de presagios
inciertos y de oscuras promesas de redención. Cuando el sol de Bruselas, siempre
modesto y cauteloso, se asomaba al fin al horizonte, el primer ministro
italiano desgranaba satisfecho ante la prensa los pormenores y resultados de
una noche de pasión política y de fecunda negociación.
Junto al Pacto por el
Crecimiento y el Empleo se había acordado la elaboración de una hoja de ruta
para la consecución de una ‘auténtica’ Unión Económica y Monetaria. La misión
encargada al circunspecto cuarteto formado por Van Rompuy, Draghi, Barroso y
Juncker colocaba en el generoso largo plazo el complejo discernimiento de lo
que viene a ser ‘auténtico’ en nuestra Unión. Pero más allá de lo que son sin
duda reprobables suspicacias, la noche de autos arrojaba un compromiso a medio
término: la recapitalización de la banca con recursos europeos sin computarse
ésta como deuda pública, la eliminación
del carácter privilegiado de la ayuda europea sobre la deuda soberana en caso
de impago, y la utilización de fondos europeos de rescate para la compra de
títulos soberanos. Tres medidas impactantes arrancadas con nocturnidad pero sin
alevosía a la obstinada canciller. Tres arietes dispuestos a quebrar las
resistencias del imperio de la austeridad y el obsesivo empecinamiento de los
mercados financieros.
Lástima que la vida sea
un cambalache, incluso cuando cesa de resoplar el bandoneón. A pocos se les
escapa que aún en pleno frenesí la dignataria alemana puso buen cuidado en
bailar y salvar la ropa. Mientras en la periferia algunos quieren confundir
derrota deportiva y política otros ya han empezado a buscarle la letra pequeña
a las condiciones que puso en pleno éxtasis tanguista la canciller. Se sospecha
de hecho que, contra todo pronóstico, fuera ella la que le llevara el paso al
prohombre italiano, y que su supuesta entrega no fuera más que ardid. Buscando
evitar a toda costa un avance en aquello más sagrado, en la naturaleza más
íntima de la Unión, la mancomunización de la deuda, habría aceptado pasos
importantes en otros ámbitos pero dejándose bien guardada la puerta de atrás: aquello
que en términos contemporáneos se suele llama ‘condicionalidad’. Y es que el
mundo es algo problemático y febril. ‘Siempre habrá chorros, maquiavelos y
estafaos, contentos y amargaos, valores y dublé’… Tan sólo cabe esperar que
esta década no acabe siendo ni infame ni tampoco una década perdida.
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