A
finales de 1977 las jugueterías de Budapest colocaban en sus estanterías un
rompecabezas singular. Ideado por el arquitecto húngaro Erno Rubik, aquel cubo
multicolor provisto de un mecanismo interior, acabaría por convertirse en el
juguete más vendido del mundo. Frente al reto de ir girando sucesivamente sus
caras hasta conseguir que cada una de ellas mostrara un color uniforme, sus
sufridos usuarios se vieron obligados a azuzar el ingenio y a entender lo
complejo que resulta conjurar el orden en un acertijo tridimensional. Mientras el
cubo de Rubik iniciaba en los ochenta su exitoso periplo mundial, en otro orden
de cosas, el de las finanzas globales, se imponía también un nuevo
rompecabezas: la hiperglobalización. El salto cualitativo en la agenda de la liberalización
económica que llevaba del ámbito del comercio al de las finanzas, enterraba el
frágil equilibrio creado por Bretton Woods y daba vía libre a la movilidad sin
límites del capital a escala global.
De
Latinoamérica a Asia pasando por Europa y por Méjico el flujo sin restricciones
del capital comportó una oleada de crisis financieras: 124 crisis bancarias,
208 crisis monetarias y 63 crisis de deuda soberana si hacemos la cuenta
(Leavan y Valencia, FMI WP, 2008) desde 1970 hasta la antesala de esta crisis
mundial. La avalancha de políticas desreguladoras que abría la vía al libre movimiento
del capital, que derogaba la separación entre banca comercial y de inversiones, y
suspendía el límite al endeudamiento bancario, había salvaguardado tan sólo a
dos países, China e India, que eligieron seguir jugando con las reglas de
Bretton Woods. Como explica el economista Dani Rodrik la nueva dimensión de la
globalización dejaba al aire su talón de Aquiles: “el desequilibrio entre el
alcance nacional de los gobiernos y la naturaleza global de los mercados”. Sus
consecuencias, que vivimos hoy con inusitada virulencia, nos enfrentan a lo que
Rodrik llama el ‘trilema político fundamental de la economía mundial’.
En él
el catedrático de Harvard plantea que no se puede perseguir simultáneamente
democracia, autodeterminación nacional y globalización económica. Impulsar la
globalización sin renunciar a la democracia implica la creación de un más que
improbable gobierno mundial y por tanto la renuncia a la soberanía nacional.
Mantener soberanía nacional y democracia comporta, como parece indicar el
origen de la crisis, poner coto a la globalización. Conservar la soberanía
nacional en un marco de integración económica mundial hace inviable la democracia
como mecanismo desde el que definir nuestra organización social. La
hiperglobalización se convierte así en un rompecabezas, un cubo de Rodrik que
parece no tener solución. Ante tamaño reto nuestros gobernantes han optado por
la solución peor, la de renunciar a la democracia y aceptar que el
modelo social y económico venga impuesto por las reglas y recetas que dictan
sin demasiados complejos las instituciones financieras internacionales.
Al
parecer la necesidad inaplazable de obtener crédito para pagar los plazos de la
deuda soberana ha condicionado la brújula política al tratar de encontrar el
norte en las agitadas aguas de la globalización. Sin embargo el gobierno olvida
que un estado sin legitimidad democrática conjura el conflicto social porque
obvia su misma razón de ser. El propio Rodrik enfrentado al trilema,
escoge autodeterminación y democracia frente a hiperglobalización. En la deriva
a la que está expuesta nuestra economía sería deseable que también desde
nuestro gobierno democrático se pusiera mayor esfuerzo en no escurrir el bulto
y hacer frente con mayor audacia al problema que plantea el cubo de Rodrik. La
pericia pasa en este caso por situar bien las prioridades, y aquí, en democracia, no queda otra
que primar la soberanía de la ciudadanía a la hora de decidir
su modelo social. Para ello es inaplazable reforzar la autonomía
financiera y encontrar una salida al bucle por el que se retroalimentan deuda
bancaria y deuda soberana.
La
solución para plantar cara a la globalización pasa ineluctablemente por
reordenar el flujo mundial del capital y para eso es necesario un peso
específico a nivel global que precisa de más y mejor Europa. Al margen de la
dimensión continental, la salida a la situación actual pasa por la política fiscal
y por la inversión en un modelo económico que anteponga su efectividad al
veredicto de los mercados. La indecisión y las muestras de debilidad que se
suceden sin tregua desde el gobierno nos exponen a la zozobra frente a unos
mercados que no dejan de hurgar en el casco mientras buscan la vía de agua. En
la época dorada de la globalización ni la regla de oro que institucionaliza la
rendición de la política frente a las pulsiones de los mercados, ni las auroras
doradas, que comportan la rendición de la democracia al populismo xenófobo anuncian nada bueno. Tampoco la financiación a cualquier precio. Si
la lluvia es una buena metáfora para unos flujos financieros que vienen cuando
no se necesitan y que faltan cuando son necesarios, la lluvia que conjura la
servidumbre económica no deja de ser, cómo no, lluvia dorada.
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