El 27 de octubre de 1998 el partido socialdemócrata alemán ponía fin a 16
años de gobierno del canciller Helmut Kohl. Para aquellos que tenían la
esperanza de que la victoria electoral en Alemania comportara un resurgir de la
socialdemocracia europea, la alegría duraría poco más de cuatro meses. El
enfrentamiento entre el presidente del SPD y ministro de finanzas, Oskar
Lafontaine, y el canciller Gerhard Schröder se hacía patente al poco tiempo. Al
querer incidir el primero en la política monetaria del BCE y establecer
controles sobre los mercados financieros regulando las transacciones a corto
plazo, topó no solo con la oposición frontal del capital financiero y de la
patronal, sino también con la del canciller alemán que declaró que no
permitiría una política hecha ‘en contra de la economía’. La dimisión de Oskar
Lafontaine, el 10 de marzo de 1998, consumaba poco después el giro ideológico
de la socialdemocracia alemana.
En junio de 1999 Gerhard Schröder presentaba junto a Tony Blair, un
documento programático en el que hacía converger su ‘nuevo centro’ con la
‘tercera vía’ del líder laborista inglés. Las propuestas, de marcado carácter
neoliberal, apelaban a la cultura del esfuerzo y de la responsabilidad frente
al ‘conformismo’ y ‘mediocridad’ de la democracia social anunciando un nuevo
horizonte de valores. La reducción del gasto de los estados, la eficiencia y
competitividad en la función pública, la ‘modernización’ del sistema de
pensiones y del sistema sanitario, la desregulación del mercado de capitales y
la flexibilización del mercado laboral entre otros, completaban el recetario de
medidas políticas que acompañarían un nuevo estilo marcado por el gobierno
mediático y el creciente protagonismo de comisiones y gremios de expertos en el
desarrollo y definición de las políticas, subvirtiendo los mecanismos
democráticos al uso.
13 años después, sumidos en una crisis sin precedentes, comprobamos lo
crucial que fue aquel momento para el devenir de Europa. Oskar Lafontaine, de
visita en Barcelona, comparaba recientemente la lucha contra los mercados con
el esfuerzo titánico de Sísifo en su lucha por llevar la piedra a lo alto del
cerro. La victoria de Nueva Democracia en Grecia, que parece no haber
satisfecho a nadie, sin duda ha devuelto la piedra al inicio de la pendiente.
La campaña electoral, en la que han echado el resto voceros, ácaros y
correveidiles del mundo financiero ha demostrado que para algunos la democracia
es un bien incómodo al que se quiere controlar a toda costa. Las amenazas
vertidas en el marco de una virulenta ofensiva especulativa contra la deuda
soberana de la periferia europea ha reafirmado, tras el resultado en Grecia, la
vocación de los mercados por doblegar la voluntad de la ciudadanía cuando esta
pretende defender sus intereses.
Pero la lucha no ha terminado. La naturaleza de Sísifo es la de volver a
arrimar el hombro para hacer rodar, una vez más, la piedra. En ello nos va la
democracia, la única organización social que puede hacer prevalecer los
intereses de la mayoría. Para conseguirlo es preciso entender que el volumen de
la deuda soberana es incompatible con el de la riqueza financiera que se ha
acumulado en unas pocas manos y que es hora ya de revertir el proceso de
descapitalización de aquello que a todos nos pertenece. Evitar que se vuelva a
producir un desajuste como el actual en el futuro precisa de un debate sobre
algunas vacas sagradas, como por ejemplo la propiedad. El trabajo como
expresión del esfuerzo, del talento y de la responsabilidad ha de volver a
jugar un papel central en la economía y desplazar de su trono a la pura
acumulación de capital que comporta especulación, injusticia, pérdida de
cohesión y de soberanía.
Frente al optimismo de la voluntad, frente al Sísifo al que apelaba
Lafontaine, se levanta en Europa actualmente un coloso inamovible. Obsesiva,
rígida, insensible, Ángela Merkel se mantiene enquistada en una posición
numantina desde la que defiende los intereses del capital financiero alemán
mientras apela a la coherencia y al valor de la redención. Hija de un pastor
alemán, la canciller parece haber confundido democracia y religión y se ha
convertido ya en la principal amenaza no tan sólo para Europa, sino también para la
buena imagen que tan duramente se ha forjado Alemania desde la posguerra.
Para hacerle frente es indispensable recuperar el liderazgo moral y el espíritu
sisifiano de la izquierda europea. Tras la inteligente victoria de Hollande, la
socialdemocracia alemana tiene ahora la obligación de actuar. La necesaria
mayoría para aprobar en el Bundestag el pacto fiscal le da un buen margen de
maniobra. Es el momento de que los Steinbrück, Steinmeyer y Gabriel recuerden
la deriva política que supuso la astenia ideológica de Gerhard Schröder y
tengan claro que una piedra es una piedra y que la izquierda es la izquierda.
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