lunes, 4 de junio de 2012

¡Toma democracia!


Cuando alguien menciona a Rockefeller, es muy probable que nos venga a la mente la imagen de un cuervo vestido de frack, que, provisto de un inmenso pico naranja, sacude lascivamente sus caderas mientras pronuncia con voz cazallera un ‘toma Moreno’ o, por poner otro ejemplo, un ‘toma protagonismo parlamentario’. Que el nombre del pajarraco sea el del apellido de una dinastía multimillonaria norteamericana, se explica por aquel lugar común en nuestro acervo, de que el dinero siempre pretende imponer sus propias reglas. Y se ha de reconocer que en este sentido no vamos del todo desencaminados. David Rockefeller, nieto del fundador de la Universidad de Chicago John D. Rockefeller, asistió en 1954 a la reunión inaugural del club Bilderberg y propuso, 20 años después, la creación de la ‘International Comisión of Peace and Prosperity’, también conocida como Comisión Trilateral.

Esta organización internacional de carácter privado encargó, en 1973, a tres expertos académicos, entre ellos el de infausto recuerdo, Samuel Philips Huntington, la elaboración de un informe sobre las disfunciones de los regímenes democráticos. Su publicación, tres años más tarde, bajo el título ‘La gobernabilidad de las democracias’, lanzaba a la palestra un concepto, ‘gobernabilidad’, de largo recorrido, y una teoría que ponía los cimientos a la versión más cáustica de la globalización. Frente a la aceleración del progreso tecnológico y a la creciente complejidad de las estructuras sociales a las que la gestión pública no daba teóricamente respuesta, se planteaba la disminución de la participación ciudadana, la tecnificación de la conducción de la sociedad y el traspaso del liderazgo a aquellos actores e instituciones de carácter transnacional que permitieran conciliar antagonismos de otro modo ‘ingobernables’.

A mediados de los años ochenta en las organizaciones económicas internacionales ligadas al desarrollo emergió una ‘evolución’ del concepto de gobernabilidad, la gobernanza, que allanaba la vía para la ‘intervención’ económica sin socavar abiertamente los aspectos ligados a la soberanía estatal. Decía el añorado José Vidal Beneyto que “tanto en su utilización institucional como en su tratamiento académico, la gobernanza funciona como un dispositivo intelectual y práctico, cuyo propósito, más que suplir, es sustituir el poder político”. También en el proceso de construcción europeo, la gobernanza se hizo un sitio con la publicación, en 2001, de un libro blanco, y se institucionalizaba más tarde (Estrategia UE 2020, Pacto Euro +, Six Pack, Tratado de Estabilidad) hasta constituir hoy uno de los pilares de la política europea, aunque eso sí, un pilar que difícilmente sostendrá a la larga la construcción de Europa.

Se quisiera pensar que la gobernanza es un mal necesario que va aparejado al doloroso alumbramiento de un ‘gobierno’ europeo. Que es algo así como una fase intermedia, especialmente compleja, en la que al disponer de ciertos elementos de convergencia como la unión monetaria, pero a falta de otros, como la unión fiscal, se impone un concordato ciertamente autoritario, en el que en lo económico manda el criterio de unos estados sobre los otros. Ante la imposibilidad de devaluar la moneda, estos últimos se verían obligados a devaluarse socialmente mediante reformas estructurales con tal de reforzar su competitividad. Que esta lógica lleve aparejadas monstruosidades como el plan de 6 puntos desarrollado por el ministerio de economía alemán, y filtrado esta semana por ‘Der Spiegel’, planteando la creación de zonas de excepción económica, fiscal y laboral en Europa, cuestiona la validez de la conjetura y plantea la gobernanza no como un medio, sino como un fin en si mismo.

La gobernanza es, lo sugiere la propia gestación ideológica del concepto, un mecanismo de redistribución que funciona en dos ejes, al nivel de los estados, y en aquel que lleva de lo público a lo privado. Como decía Beneyto, la gobernanza “denotativamente es la simple acción de gobernar, pero el aura connotativa que la acompaña nos dice que esa actividad se ejerce lejos del poder del Estado y cerca del poder de las empresas”. La gobernanza, también la europea, crea una situación de desgobierno, un impasse en el que ‘el uno por el otro y la casa sin barrer’. En un momento así nunca faltan empresas ni escobas dispuestas a aprovechar la situación para barrer para casa, para forzar situaciones que comporten importantes beneficios mediante la especulación y la privatización. Es el momento en el que el cuervo, voluptuoso, excitado, rabioso,  sacude sus caderas para decir aquello de ¡Toma democracia! Sabe que si bien puede existir un gobierno sin democracia, es del todo improbable que pueda existir democracia sin gobierno.

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