Cuando
alguien menciona a Rockefeller, es muy probable que nos venga a la mente la
imagen de un cuervo vestido de frack, que, provisto de un inmenso pico naranja,
sacude lascivamente sus caderas mientras pronuncia con voz cazallera un ‘toma
Moreno’ o, por poner otro ejemplo, un ‘toma protagonismo parlamentario’. Que el
nombre del pajarraco sea el del apellido de una dinastía multimillonaria
norteamericana, se explica por aquel lugar común en nuestro acervo, de que el
dinero siempre pretende imponer sus propias reglas. Y se ha de reconocer que en
este sentido no vamos del todo desencaminados. David Rockefeller, nieto del
fundador de la Universidad de Chicago John D. Rockefeller, asistió en 1954 a la
reunión inaugural del club Bilderberg y propuso, 20 años después, la creación
de la ‘International Comisión of Peace and Prosperity’, también conocida como
Comisión Trilateral.
Esta
organización internacional de carácter privado encargó, en 1973, a tres
expertos académicos, entre ellos el de infausto recuerdo, Samuel Philips
Huntington, la elaboración de un informe sobre las disfunciones de los
regímenes democráticos. Su publicación, tres años más tarde, bajo el título ‘La
gobernabilidad de las democracias’, lanzaba a la palestra un concepto, ‘gobernabilidad’,
de largo recorrido, y una teoría que ponía los cimientos a la versión más
cáustica de la globalización. Frente a la aceleración del progreso tecnológico
y a la creciente complejidad de las estructuras sociales a las que la gestión
pública no daba teóricamente respuesta, se planteaba la disminución de la
participación ciudadana, la tecnificación de la conducción de la sociedad y el
traspaso del liderazgo a aquellos actores e instituciones de carácter
transnacional que permitieran conciliar antagonismos de otro modo ‘ingobernables’.
A
mediados de los años ochenta en las organizaciones económicas internacionales ligadas
al desarrollo emergió una ‘evolución’ del concepto de gobernabilidad, la
gobernanza, que allanaba la vía para la ‘intervención’ económica sin socavar abiertamente
los aspectos ligados a la soberanía estatal. Decía el añorado José Vidal
Beneyto que “tanto en su utilización institucional como en su tratamiento
académico, la gobernanza funciona como un dispositivo intelectual y práctico,
cuyo propósito, más que suplir, es sustituir el poder político”. También en el
proceso de construcción europeo, la gobernanza se hizo un sitio con la
publicación, en 2001, de un libro blanco, y se institucionalizaba más tarde
(Estrategia UE 2020, Pacto Euro +, Six Pack, Tratado de Estabilidad) hasta
constituir hoy uno de los pilares de la política europea, aunque eso sí, un
pilar que difícilmente sostendrá a la larga la construcción de Europa.
Se
quisiera pensar que la gobernanza es un mal necesario que va aparejado al
doloroso alumbramiento de un ‘gobierno’ europeo. Que es algo así como una fase intermedia,
especialmente compleja, en la que al disponer de ciertos elementos de
convergencia como la unión monetaria, pero a falta de otros, como la unión fiscal,
se impone un concordato ciertamente autoritario, en el que en lo económico
manda el criterio de unos estados sobre los otros. Ante la imposibilidad de
devaluar la moneda, estos últimos se verían obligados a devaluarse socialmente
mediante reformas estructurales con tal de reforzar su competitividad. Que esta
lógica lleve aparejadas monstruosidades como el plan de 6 puntos desarrollado
por el ministerio de economía alemán, y filtrado esta semana por ‘Der Spiegel’,
planteando la creación de zonas de excepción económica, fiscal y laboral en
Europa, cuestiona la validez de la conjetura y plantea la gobernanza no como un
medio, sino como un fin en si mismo.
La
gobernanza es, lo sugiere la propia gestación ideológica del concepto, un
mecanismo de redistribución que funciona en dos ejes, al nivel de los estados,
y en aquel que lleva de lo público a lo privado. Como decía Beneyto, la
gobernanza “denotativamente es la simple acción de gobernar, pero el aura
connotativa que la acompaña nos dice que esa actividad se ejerce lejos del
poder del Estado y cerca del poder de las empresas”. La gobernanza, también la
europea, crea una situación de desgobierno, un impasse en el que ‘el uno por
el otro y la casa sin barrer’. En un momento así nunca faltan empresas ni escobas dispuestas a
aprovechar la situación para barrer para casa, para forzar situaciones que
comporten importantes beneficios mediante la especulación y la privatización.
Es el momento en el que el cuervo, voluptuoso, excitado, rabioso, sacude sus caderas para decir
aquello de ¡Toma democracia! Sabe que si bien puede existir un gobierno sin
democracia, es del todo improbable que pueda existir democracia sin gobierno.
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