Desde
que el nuevo presidente francés jurara el cargo el pasado 15 de mayo algo ha
empezado a moverse en Europa. Y lo está haciendo por aire, mar y tierra. Cuando
hace algo más de diez días el Falcon de la presidencia francesa despegaba del
aeródromo de Villacoublay, al poco, el aparato fue alcanzado por un rayo. La
alta tensión en el campo político que suponía la primera visita del flamante
jefe de estado a Berlín, se trasladaba metafóricamente al ámbito atmosférico
conjurando una tragedia que por suerte no tuvo lugar. De haber sucedido nos
habría remitido inevitablemente a la mitología griega y al rayo con el que Zeus
fulminó a Asclepio, dios de la medicina, en castigo por aplicarse con maña en
las artes de la resurrección. Un atributo que nadie se atrevería a reclamar a
Françoise Hollande, pero que más de uno le desea a escondidas viendo el estado
en el que se halla la salud y expectativa de vida de nuestra maltrecha Unión.
Pero aún
con cierto retraso, el encuentro finalmente tuvo lugar. El saludo oficial se
escenificó sobre la alfombra roja de la cancillería en Berlín. Al pasar revista
a la guardia de honor, el estado del tapete, empapado y resbaladizo, puso en
apuros la solemnidad del acto, al obligar al jefe de estado francés y a la
canciller alemana a socorrerse mutuamente en la búsqueda de equilibrio. Una
nueva metáfora, producto de la constelación atmosférica, reincidente y
contumaz, que sin duda sirvió a Hollande para cerciorarse de que, en su primera
visita a Berlín, no podría ceñirse en exclusiva al crecimiento y que habría de
respetarle los fueros al credo tan germánico de la estabilidad. La firmeza de
Merkel en este punto, calificando de ‘innegociable’ el pacto fiscal europeo,
supone en este sentido una importante advertencia, por mucho que en la
trastienda, siga negociando a contrarreloj la aprobación del pacto ante el
Bundestag.
Cambiando
de elemento, cuatro días después se escenificaba en las mansas aguas del río
Chicago una nueva estampa del culebrón primaveral en el que Europa se está
jugando el paso poco fortuito que lleva de la recesión económica a la depresión.
Que el barco llevara por nombre ‘first lady’ es sin duda fruto de la
casualidad. Pero si bien es cierto que lo bucólico y poco protocolario del
paseo fluvial convierten en insidiosa y malintencionada cualquier conjetura,
también lo es que la centralidad en la política europea de Merkel no deja de despertar
reminiscencias de otra férrea primera dama. Lo que es relevante es la presencia
en el séquito del presidente español. Ostentaba Rajoy en la espalda los
descosidos de dos puñaladas traperas, así la caverna mediática, administradas
por Hollande al reclamar la intervención europea en la crisis bancaria española
y marginar al presidente de la convocatoria de una cumbre a tres en Roma.
Es por
eso no del todo improbable que Rajoy buscara en Chicago, sino el equilibrio,
harto innecesario en una embarcación fluvial, si un gesto gentil y oneroso que
le permitiera hacer frente a la debacle financiera que arrastra el sistema bankiario
español. No tuvo suerte en la satisfacción de su anhelo ante la firmeza cordial,
pero impávida, de la canciller. Por eso, con la cintura del péndulo, nuestro
presidente hizo de la necesidad virtud, y dio paso a la tercera estampa de
nuestra narración. Cual novio de Adelita, y permítanme que no juegue aquí con
la rima eufónica, el presidente se subió al tren, no militar (aún no hemos
llegado a esos excesos), pero si de alta velocidad, para compartir trayecto con
el vituperado Hollande. Tras el almuerzo conjunto en el Elíseo, la
cicatrización milagrosa de las heridas comportó, al parecer, la disposición
imperiosa a una nueva alianza estratégica a favor de la liquidez y financiación
de la deuda española.
Y es
que, a estas alturas, nadie se atrevería a negar que con estas primas
furibundas y crecidas, la estrategia a corto plazo imponga una gran capacidad
de adaptación. Lo que si se echa en falta es la virtud de combinar en la
estrategia política el corto con el medio y largo plazo. Que Rajoy se oponga a
la mancomunización de la deuda europea, a la introducción de los tan necesarios
eurobonos a cambio del acceso al grifo del crédito, expresa un inmenso
sinsentido. El presidente español recuerda, con todos los respetos a la profesión,
la insistencia del camarero/a en reclamar amablemente la propina, que no la
cuenta, de la que precisa para subsistir. Que la culpa de la precariedad y del
desfalco la tenga el cocinero, no le quita pólvora al hecho de que, en el caso
del presidente del estado español, su comportamiento algo melifluo y torpe no
socave cualquier posibilidad de salvación para los que compartimos pasaje en la
tercera clase de este Titánic que es Europa a día de hoy.
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