Si alguien alguna vez se ha sentido tentado a elucubrar sobre la identidad algo contrahecha de este país, posiblemente haya buscado referentes. Más allá de los recursos legendarios y místicos, una comprensión algo más moderna de España lleva inevitablemente a las dos figuras que nos iluminan desde hace algo más de cuatro siglos. Don Quijote y Sancho, caracteres sustancialmente opuestos pero inevitablemente complementarios, son el resultado de una generosa proyección holística. Cervantes sitúa dos figuras en el espacio narrativo que en el fondo se corresponden con los dos hemisferios cerebrales que conviven, mal que les pese, en la identidad antropológica de los españoles. Esta comunión bicéfala, este contraste naturalmente abigarrado, comporta complejas luchas hegemónicas que se desarrollan a lo largo de las existencias ibéricas e iluminan un muestrario variopinto de tipologías recurrentes. En unas prevalece el héroe infatigable, irreverente, soñador y visionario, en otros el hombre fuertemente arraigado que persigue los pequeños placeres e ilumina la naturaleza algo arisca e incompleta del orbe con un incontestable sentido práctico.
A medida que ha evolucionado el país, fruto del enriquecedor contagio transpirenaico y transoceánico, también las dos tipologías se han ido desarrollando. Han abandonado sus esencias originales, para incorporar a su naturaleza los sucesivos modelos y consensos que ha ido arrojando el progreso filosófico y científico. La maravillosa factura de los tipos originales se ha ido deteriorando en favor de caracteres más sencillos. La compleja convivencia inicial se ha tornado en algunos casos contubernio, pero en muchos otros convulsión y espasmo. De hecho, a medida que se ha deteriorado la calidad de los caracteres originales para simplificarse, lo que ha aumentado ha sido la pulsión antagónica entre identidades para alumbrar nuevos fenotipos que en su conjunto han resultado ser más corrosivos y mordientes. Así hoy, con una democracia que a unos cuantos parece habérseles indigestado crónicamente, presenciamos el imperio naciente de una nueva guardia pretoriana, tan pletórica como ibérica, que convierte la contradicción en virtuosismo, mientras asume las riendas del país desde la autoridad algo rancia que concede la estulticia cuando viste las pomposas galas del derecho de conquista.
Hoy en este
país en el que ya casi nos habíamos acostumbrado a la proyección pública del
bombero pirómano, del seductor grosero o del intelectual chabacano, ahora vemos
inundada la actualidad con una colorida panoplia de primeras espadas, ya sea en
el mundo de la economía, de la política o de la comunicación social, que
enriquecen esta galería de seres contradictorios con nuevos entes paradigmáticos.
Al margen del hombre de fe descreído, una tipología muy actual, pero que
gracias a las propiedades harto frigoríficas de la iglesia permanece desde
tiempos remotos, aparece ahora también el político caótico o un carácter nuevo
y especialmente convulso, el del banquero dilapidador. El primero es aquel que
a pesar de tener la elevada misión de velar por el orden y la gobernabilidad de
los asuntos públicos prefiere renunciar a la pesada carga de sus obligaciones
para sembrar el desconcierto y la crispación. Nunca se sabe si lo hace por
incompetencia, por dejación de funciones o porque ambiciona ganancias al agua
revuelta. La cuestión es que el mandato conquistado en ardua lucha
plebiscitaria se corrompe y pervierte en sus manos para destruir todo aquellos
bienes y derechos que le fueron confiados.
Mientras
el ditirambo mediático ensalza las virtudes de este disparate ciertamente
devastador, la nueva casta de dirigentes nos impone, con singular desfachatez,
las propiedades fáusticas de su particular paradoja. La máxima expresión de
este nuevo paradigma social y antropológico, el súmmum de este triunfo de la
incoherencia y del desatino, se nos han revelado con el reciente espectáculo en
el mundo financiero. Los políticos a los que debemos nuestro irreverente
‘modelo de crecimiento’ (valga el eufemismo), los economista que no han
encontrado un lugar en el mundo de la empresa, los banqueros que han dilapidado el capital que se les ha confiado, y que ahora apelan a que se nacionalicen los restos humeantes de la especulación para endosárselos al conjunto de la población, parten con los laureles y atributos de una jubilación dorada. Un merecido premio a la
realización suprema de un nuevo modelo de liderazgo que conquista cumbres
ignotas en la cultura del sinsentido, de la impudicia y del descaro..
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