domingo, 8 de julio de 2012

La guerra de las ataxias

Que Europa está muy enferma parece estar fuera de toda duda. Los sucesivos tratamientos que se recetan despiertan de manera reiterativa la ilusión de una curación milagrosa, pero al poco descubrimos que la solución prescrita no hace más que empeorar aún más la salud del paciente. El frenesí de los médicos a la hora de despachar recetas, su ortodoxia y férrea determinación a la hora de aplicar lavativas y dietas, resultan insuficientes. Ante la certeza de que se está errando el diagnóstico, frente a la evidencia de que algunos de los fármacos comportan graves efectos secundarios, la cuestión que se plantea es qué es lo que hace que, una y otra vez, se equivoquen los médicos. Tal vez no estén suficientemente preparados o no sepan organizarse bien. Tal vez se hayan constituido en sociedad de herederos y por tanto su actitud a la hora de sanar al paciente sea, como mínimo, algo disoluta. Finalmente, sean tal vez ellos los que estén enfermos y convenga decirles aquello de Medice, cura te ipsum (Médico, cúrate a ti mismo).

 A la hora de diagnosticar a los diagnosticadores, cuestión que, como se entenderá, es de naturaleza harto filosófica, lo propio es rebuscar en el largo amanecer de la sabiduría. Nos trasladamos pues a la Grecia del siglo IV a. C. donde encontramos un primer indicio revelador. En el decline de la civilización helena, en la escuela de los escépticos, se instauró el culto a la ataraxia. Es esta una disposición del ánimo que, gracias al control de las pasiones y deseos, permite al hombre alcanzar la libertad plena. El precio que ha de pagar es el de la renuncia a las comodidades y satisfacciones materiales, a la queja gratuita ante las inclemencias del destino. A cambio, la entrega plena a la razón como único horizonte, permite la superación del miedo a los dioses y a la muerte, y procura el equilibrio interior. Si bien este ideario no es per se patológico, sí cabe suponer que el médico imbuido por la ataraxia proyecte en el paciente su elevado credo, y, confundido por la propia indolencia, acabe recetándole una redentora agonía.

De Grecia nos viene también el origen etimológico de otra afección que podría haber atacado de forma pandémica a la clase política europea. Se trata de la ataxia, que en griego quiere decir ‘sin orden’. Los síntomas de este trastorno clínico se caracterizan por la descoordinación de los movimientos de las partes del cuerpo. Puede ser genético o producto de enfermedades como la rabia o la encefalopatía, pero también de un fuerte traumatismo en la cabeza. La padecieron celebridades políticas como Abraham Lincoln, aunque en su caso la dolencia no le impidió abolir la esclavitud ni tampoco instaurar la reconciliación en un país arrasado por una guerra de secesión que devastó gran parte de los Estados Unidos. Si bien la sobriedad y control psicomotriz de nuestros dignatarios europeos queda fuera de toda duda, sí podemos decir que, en su conjunto, como órgano humano a la par que político, el Consejo Europeo muestra síntomas de una grave descoordinación que refuerza la sospecha de una ataxia colectiva.

Finalmente nos encontramos con la afaxia o afasia. Se trata de la pérdida de la capacidad de producir o comprender el lenguaje debida a lesiones en áreas cerebrales localizadas habitualmente en el hemisferio de la izquierda. En sus síntomas tiene parcialmente paralelismos con el trastorno de Asperger que comporta la ausencia de habilidades sociales, la dificultad a la hora de entablar relaciones sociales, una baja coordinación y un rango de intereses restringido, a pesar de que, en lo relativo a la inteligencia, los pacientes que padecen esta enfermedad puedan estar por encima de la media. Este tipo de enfermos tiene dificultades para entender las sutilezas, la ironía o el humor y padecen de graves impedimentos en el desarrollo de la empatía. Si tenemos en cuenta la terapia de choque que se está recetando a la población de la periferia europea, la descoordinación y la enfermiza exaltación de la virtud por encima de la precariedad y de la miseria, no parece del todo improbable que los médicos que tratan Europa muestren un complejo cuadro clínico que combine ataraxia, ataxia y afaxia.

Al contemplar la deshumanización que parece haber contagiado al liderazgo político europeo, al comprobar como, día a día, la inclemencia, la obstinación y la estrechez de miras condenan a la población a la mayor desidia, no resulta tan remota la sospecha de que nos encontremos ante un brote de insensibilidad degenerativa. La complacencia con la que se siguen impartiendo recetas que tienen menos de medicina que de ideología, la imperturbable letanía estadística que desvirtúa la realidad social para legitimar una cirugía inútil y nociva, despierta la duda de si no estamos condenados a la improbable pericia de una legión de autómatas. El amigo Udo Belz cuenta que, ante los excesos del capital, intuye que hace unos pocos siglos hubo un desembarco alienígena. En ese caso no sería del todo imposible que ante el peligro de humanizarse, los tales extraterrestres hubieran optado por enviar una avanzadilla de naturaleza robótica.

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