domingo, 6 de mayo de 2012

Europa a los 62 años

El proyecto político europeo cumplirá 62 años el próximo miércoles. El aniversario coincide con la esperanzadora elección de Françoise Hollande como nuevo presidente francés. La campaña presidencial de Nicolas Sarkozy, marcada por el oportunismo y la demagogia, ha conjurado todos los fantasmas y ha hecho patente que, junto a la canciller alemana, era el candidato más firme a dar la puntilla a una cierta concepción de Europa que, viva la extravagancia, tuvo en la alianza franco alemana uno de sus fundamentos. Se trata del proyecto político que nació el 9 de mayo de 1950 con el discurso que pronunció Robert Schuman, ministro de exteriores francés, en la sala del reloj del ‘Quai d’Orsay’. Un discurso que reúne las esencias de una determinada visión de la construcción europea que hoy, en la antesala de su 62º aniversario, conviene recordar.

La primera de ellas dice: ‘Europa no se construyó y hubo la guerra’. El sentido del proyecto europeo es, desde su inicio, la creación de un marco estable, de una ‘solidaridad de hecho’, que había de desactivar la beligerancia entre estados que costó, pocos años antes, más de 60 millones de vidas. La segunda es la naturaleza pragmática del proyecto, su utilidad a través de ‘realizaciones concretas’. Si de lo que se trataba era de asegurar la paz, lo primero era superar la ‘oposición secular’ entre Francia y Alemania y hacerlo allí donde era más necesario: en los recursos y en la industria. En tercer lugar se establece una lógica supraestatal con la creación de una Alta Autoridad común, que se presenta como organización ‘abierta’ y que ha de garantizar ‘la creación de bases comunes para el desarrollo económico’.

Así el primer esbozo de comunidad europea nace con un objetivo superior, con una vocación pragmática y con una aspiración de ‘gobierno’. Cuando Schuman habla incluso de unificación económica lo hace en el contexto de los medios que han de garantizar la consecución del fin último de la federación: la pax euroaepea. Conviene recordarlo a los que interpretan el Plan Schuman como prueba fehaciente de la naturaleza ‘mercantil’ del proyecto europeo frente a su vertiente ‘social. La misión de la Alta Autoridad habrá de garantizar la modernización y mejora de la producción de carbón y acero, pero también ‘la equiparación y mejora de las condiciones de vida de los trabajadores’. El objetivo de la CECA es la unidad de producción y su primer paso la comunidad económica, pero siempre para garantizar la paz, para contribuir a la mejora del nivel de vida o, incluso, para ‘introducir el fermento de una comunidad más amplia y más profunda entre países…’.

El punto de partida del proyecto europeo propone la complementariedad de recursos en un marco sectorial y geográfico concreto: el de la minerosiderurgia francoalemana. Los 6 ministros que firman al año siguiente el Tratado de París, y con él la creación de la CECA eran, todos ellos, democratacistianos. Como lo son hoy, en teoría, Angela Merkel y Nicolás Sarkozy. La diferencia entre unos y otros reside en el sacrificio que han hecho estos últimos de los planteamientos originales utilizando un argumento de autoridad: la globalización. La complementariedad entre estados se ha convertido ahora en competitividad en el ámbito del mercado interior como condición sine qua non para la competitividad del conjunto de la Unión. Un cambio de filosofía ciertamente cuestionable que comporta la lucha por la hegemonía entre estados, la deflación competitiva de los salarios o el uso del crédito como palanca para introducir contrarreformas estructurales que nadie ha votado.

A principios de mayo hará también dos años desde que el Consejo Europeo, liderado por Francia y Alemania, forzara un cambio hacia el ‘imperio de la austeridad’. La gobernanza económica impulsada por los dos estados que, en su día, pusieron la simiente del proyecto común, ha supuesto un bienio negro para Europa. Dos años presididos por el mandato inflexible de la estabilidad que se ha traducido en un amplia recesión. Un retroceso no tan solo económico, sino también en las libertades democráticas y civiles, en los derechos sociales y laborales que se traduce en una creciente desafección por parte de la ciudadanía frente a la Unión Europea y en una mayor desconfianza entre estados. Esta es la constelación actual que urge cambiar. Por eso el resultado de las elecciones francesas es tan importante. La victoria de Hollande es probablemente una de las últimas oportunidades para cambiar de rumbo el proyecto europeo y para sacarlo de una lógica bilateral que, si bien fue fundamental en el origen del proyecto europeo, hoy comporta el riesgo que, a los 62 años, haya de jubilarse aquello que nació un 9 de mayo.

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