martes, 24 de abril de 2012

El 'fruto' público

El 20 de octubre de 1935 Manuel Azaña celebraba en Comillas un mitin multitudinario. En él analizaba, entre muchas otras cosas, la ley de restricciones y la gestión del ministro de hacienda, Joaquín Chapaprieta: “El señor ministro de hacienda ha puesto tachaduras en los presupuestos, arriba y abajo; ha suprimido la cuarta parte del Estado, y con esto se economizan gastos en el Estado. Evidente. El procedimiento de suprimir el Estado es el más rápido para hacer economías”. Aunque el presupuesto de la república en aquel momento (3.500 millones de pesetas) era tan ínfimo en comparación como el actual, como lo eran los derechos y servicios de los que disfrutaba la ciudadanía, el principio de eliminación del estado como expresión máxima de la dictadura de la austeridad, es, lamentablemente, de gran actualidad.

Lo podemos constatar día a día en los recortes que se realizan en todos los ámbitos del estado del bienestar. Ya sea en los presupuestos, en los derechos y libertades que le dan sustancia y fundamento, o en la propia estructura administrativa del estado. En su primera reunión con el presidente del gobierno del estado, Esperanza Aguirre proponía, hacer unos días, que las autonomías renunciasen a las competencias de sanidad, justicia, educación, transporte y servicios sociales. Una propuesta que nos parece incoherente por expresar la voluntad de renunciar a una parte esencial de la responsabilidad asumida por la presidenta madrileña en campaña electoral. Una petición que plantea, necesariamente, y más allá de la falta de solidez de las propuestas electorales, la naturaleza real de su estrategia política.

Parece evidente que hoy, como hace ahora casi 80 años, no se trata de afrontar la crisis para garantizar que continúe siendo viable y sostenible nuestro modelo político, económico y social. Los políticos y políticas de la derecha española, pero también catalana, no persiguen el honor o el reto de gestionar lo público en unos momentos de especial dificultad, sino de aprovechar este tiempo de incertidumbres y miedos para ‘hacer economías’ y eliminar, hasta donde sea posible, aquello que se les confió. Si para Azaña el patriotismo era ‘una disposición del ánimo que nos impulsa, como quien cumple un deber, a sacrificarnos en aras del bien común”, el patriotismo de los que nos gobiernan hoy, parece ser la doctrina que permite sacrificar el bien común en aras de los intereses privados. Interviene también un trasfondo de tipo ideológico y que tiene que ver con una interpretación reaccionaria de la autonomía en todas sus acepciones, ya sea la de los territorios o la de los propios ciudadanos.

Porque estamos experimentando una ofensiva sin precedentes contra todos los espacios en los que se articulan las libertades públicas y los derechos sociales. La autonomía de los agentes sociales y económicos es sacrificada en nombre de una democracia representativa, cuya legitimidad queda en entredicho por unos programas electorales que, día si, día no, son traicionados sin miramientos por la ‘presión’ de los mercados. La autonomía de los ciudadanos es arrinconada reduciéndose a la mínima expresión los recursos educativos, comunicativos, sanitarios, judiciales, sociales que precisan las personas en su proceso de maduración y emancipación humana y política. El ataque arremete contra la dignidad de las personas, contra las esencias de una democracia viva y orgánica que es sometida al dictado de un poder desconfiado e inflexible. Un poder que convierte servicios públicos en servicios de interés general (como si lo público no lo fuera), la sociedad del bienestar en la sociedad de la beneficencia, los derechos sociales y políticos en cuestiones sometidas a la arbitrariedad de los intereses económicos.

El proceso en su conjunto trata de eliminar la autonomía individual, social y territorial de la ciudadanía. Pretende aumentar su dependencia. El sistema, que tiene en la intolerancia su principal seña de identidad no busca más que reforzar su control para poder distribuir sin oposición los recursos existentes, incluyendo en un lugar preferente la fuerza de trabajo. Decía Manuel Azaña en otro discurso muy celebrado, este en defensa del estatuto de autonomía catalán, que “Todos los problemas políticos tienen un punto de madurez, antes del cual están ácidos; después, pasado este punto, se corrompen, se pudren”. Hoy el principal problema político es como evitar que la crisis sea aprovechada para que nos quiten nuestros derechos y libertades. Conseguir de manera urgente, que el fruto de más de 30 años de democracia mantenga su madurez, y que no se nos acabe pudriendo en las manos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario