domingo, 2 de abril de 2023

La ciudad es cementerio

En memoria de Miguel Turón

Uno pasea por la ciudad y se abren mundos. Lo dice el letrero impreso en la puerta del vehículo blanco junto al que pasas: ’Cementerio es ciudad’, así el lema de la empresa funeraria municipal que, siguiendo algún sorpresivo dictado de marketing, promueve la necrópolis como un espacio de cercanía, de vecindad. Y no le falta razón. El cementerio es universal, es mestizaje, es comunidad. En él yacen juntas personas de todas las edades, orígenes y clases, sin que importen ya distinciones, valores, creencias o atributos, organizadas en una urbanidad irreverente, que trata de reproducir por emulación la del mundo de los vivos. Cementerio es urbe, y, a su vez, la urbe es cementerio. Hecha de capas sobrepuestas de presentes decaídos, de memoria y herrumbre, de hileras y nichos hacinados que albergan sueños perdidos, algunos triunfantes, otros rotos, de ilusiones que germinan en las jardineras de los balcones, y maduran y caen como una lluvia perezosa sobre el laberinto de sombras que traza el mapa infatigable de la ciudad en su conquista del tiempo.

A cidade que queres, así unha flor amable / Esfollará os seus dias igual que murchos pétalos: / Algúns serán de vida, outros virán de morte / Uns mancharán de luz, e otros de tebra, negros. Así le escribía Ramiro Fonte a la ciudad en la que escogió morir. Pétalos sonrojados y de duelo, sombras de viandantes perdidos en el frenesí del presente, y siluetas tan sólo entrevistas que se asoman desde una noche remota. El perfil de Fluvio Micael Octopus envuelto en el aroma salino del garum en un soportal de la calle Paradís, el fulgor de Guifré el Pilós, como un ladrido que cruza cual exhalación el carrer Ample, un taciturno Josep Maria de Sagarra, asomándose como un reflejo tornasolado a las ollas de la dulce Herminia, allá en la calle de las Magdalenas, la sombra de una mujer joven que, sobre el pavimento del mercado de Santa Caterina, se solapa con el espectro de una voz que canta cinco siglos atrás los gozos de Santa Úrsula en la capilla de los sombrereros de aguja: Puix que sou fina Advocada / devant de Deu Eternál, / assistiu a tot mortal, / Ursula verge sagrada.

La ciudad es un charco en el que navegan barcos de papel, un neumático por cuyo centro se lanzan niños que se zambullen alborozados en la vida, una esfera iridiscente en la que nos reconocemos todos y todas a la vez. La ciudad son tantas cosas que el cementerio no cesa de crecer. A pesar de tener vísceras de hormigón y de plomo, su naturaleza íntima es la de una esponja que se alimenta del sueño de los jóvenes, del sudor de los oficinistas, del palpito acelerado de los transeúntes que se persiguen sobre la alfombra de alquitrán. A los pies de la rambla, junto al puerto, a la altura de Santa Mónica, un hombre tendido en un charco vislumbra el cielo. Está vivo y está muerto. Es ciudad. Es cementerio. Las nubes que transmutan en una danza silenciosa en lo alto de la bóveda celeste pasan desapercibidas para el enjambre que lo envuelve y que busca imperturbable su propio camino. El reflejo en sus pupilas es azulado y blanco, como la espuma que rompe en la quilla de un barco que parte. Tras el cristalino, en el humor acuoso, bailan las sombras.

Cementerio es ciudad, y la ciudad somos nosotros. En nuestro fuero interno conviven como en un caleidoscopio todas las personas que hemos amado, querido o conocido, pero también todas las personas que somos y que hemos sido. Somos la galería de sombras de familiares, amantes y amigos que han pasado a formar parte de nosotros mismos, y somos, al mismo tiempo, el santuario en el que convergen todas las almas que nos han habitado, la del niño, del joven, del viejo. Encadenan nuestro relato más íntimo, que sigue construyéndose hasta que empiece a hundirse por su propio peso. Somos una comunidad de almas ajenas y de almas propias, que aguardan juntas, instaladas en una balsa de salvamento que enfila con sosiego el horizonte.

La ciudad es cementerio y el cementerio somos nosotros.

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