lunes, 26 de abril de 2021

Inversión

La palabra inversión tiene tres acepciones. La primera, la más habitual, es la de alterar el orden, la dirección o el sentido de algo, por ejemplo si al ir de A a B, decidimos parar y volver por donde hemos venido. La segunda se da cuando empleamos o gastamos bienes de capital en algo de lo que esperamos un cierto rendimiento o productividad. Finalmente está lo de dedicar nuestra atención a hacer algo durante un periodo de tiempo concreto. Si juntáramos las tres, podríamos decir, sin ser redundantes: Es hora de que invirtamos nuestro tiempo y esfuerzo en invertir el sentido de nuestras inversiones públicas. Hasta qué punto es de actualidad el planteamiento nos los transmite el contexto actual, en el que los estragos de la crisis de la pandemia, y su impacto en la sociedad y en los recursos públicos, precisan de un cambio de planteamiento, eso es, de una inversión del sentido de la inversión, tal y como la hemos conocido hasta ahora. Y es que la consolidación fiscal impuesta a raíz de la crisis de 2008, no comportó una mejora significativa en términos de desigualdad y precariedad laboral, a pesar de aumentar exponencialmente la deuda pública y la dependencia del crédito.

El informe presentado esta semana en el Consell de Treball Econòmic i Social de Catalunya (CTESC) describe técnicamente la situación cuando, por primera vez en nuestra historia reciente, estamos a punto de disponer de una inversión por valor de casi dos billones de euros (si sumamos Marco Financiero Plurianual y fondos Next Generation), de los cuales casi 400 millones en transferencias directas. El riesgo que existe radica por tanto no sólo en malbaratar una oportunidad única, sino en el riesgo moral que se generaría si se volviera a priorizar el saneamiento de las empresas, frente a la calidad del tejido productivo o el bienestar de las personas en las que reside la soberanía nacional, así el primer artículo de nuestra Constitución. El informe ‘El stock de capital en Catalunya: El papel de la inversión pública y la oportunidad de los fondos Next Generation’ nos lo explica en cifras pero también mediante el repaso que realiza de la literatura económica. Esta nos dice que, de 1960 a 2013, España fue el único país europeo en el que el efecto sobre el PIB de la inversión pública fue negativo.

Es lo que tienen las obras faraónicas, ya sean aeropuertos o autopistas radiales, que encienden las pasiones preelectorales o redistribuyen márgenes a destajo, pero no aportan ni efectividad ni productividad. La inversión pública incide positivamente a través de su efecto sobre la confianza empresarial, animando la inversión privada y generando empleo de calidad, mejora la demanda agregada, y activa el crecimiento, siempre y cuando se acompañe de la debida calidad en la selección de los proyectos de inversión, y de la necesaria capacidad de gestión, lo que lamentablemente no ha sido el caso. El informe del CTESC nos muestra cómo a pesar de converger con la UE en la dotación per cápita del stock de capital público, este proceso se ralentizó a partir de 2012, pero ya desde 2008, no mejoró el diferencial del PIB per cápita, indicador que refleja también el nivel de bienestar de la población. La atonía de la inversión en capital público, ni tan sólo suficiente para cubrir la depreciación por efecto del envejecimiento u obsolescencia del stock existente, rompió así una tendencia que se había mantenido desde los años setenta, haciendo más vulnerables nuestras instituciones y servicios.

Es lo que tiene cuando el SEPE trabaja con equipos que tienen 30 años, cuando los recortes en sanidad reducen el número de camas de UCI, o cuando en vez de construir escuelas se amontonan containers, por no hablar del ensañamiento con la función pública y sus profesionales. Sabemos que la desinversión para algunos es un instrumento de descrédito de los servicios públicos, que legitima y sirve al relato de la privatización. Le suele acompañar el discurso de la burocracia, como si tener menos funcionarios para realizar la necesaria gestión y tramitación pública fuera más burocrático que disponer de los necesarios, o los que se emplean en países más avanzados. El eufemismo que más se hace oír para allanar el camino a los réditos que algunos piensan sacar a la inversión de ‘Próxima Generación’ es el de la colaboración público-privada (CPP). Guillem López-Casanovas lo explicaba con acierto en un reciente artículo. La CPP comporta de entrada un reconocimiento de la incapacidad administrativa y sirve demasiadas veces como ‘coartada para el abuso y expolio del interés público’.

Como sitúa el economista menorquín la CPP se basa en una estrategia de confusión. El concepto aglutina cuestiones muy diferentes: el ‘rescate’ de quiebras empresariales, las bonificaciones fiscales o la inversión a fondo perdido, como si lo público comportara la vocación por ser socio minoritario. Invertir el sentido de la inversión en un país que se situará en una deuda pública superior a la de Grecia en 2008, pasa en primer lugar por escoger con pulcritud los proyectos que se tengan que desarrollar y por garantizar que reviertan en los mecanismos de redistribución, eso es salarios, pensiones, servicios y prestaciones. En segundo lugar ha de reforzar la capacidad de gestión de una función pública mermada, que además ha renunciado al último resquicio que quedaba de una banca pública. La reciente fusión de Bankia y La Caixa ha servido de bien poco y pone en la calle a 8.000 expertos en inversión y gestión financiera que nos van a faltar. Finalmente pasa por democratizar las empresas, un punto central, porque los trabajadores/as son los primeros interesados en un tejido empresarial que sea productivo, estable y sirva al interés general, así el tan olvidado artículo 128 de nuestra Constitución.

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