martes, 18 de junio de 2019

Competitividad social

Llega el último fin de semana de la primavera y con él la boda del año. Si ayer era la pompa y boato de la unión entre un torero y una tonadillera la que exprimía titulares, hoy es el espectáculo de la ceremonia nupcial entre un futbolista y una presentadora de televisión la que centra de manera efímera pero notable, la atención. A la fascinación por los ídolos que han sustituido la arena del coso por el césped de un estadio, el capote por un balón, no escapa ni tan siquiera la patronal catalana Foment en el informe dedicado recientemente al singular binomio de la competitividad fiscal. Así se arguye, entre otras muchas cosas, que la diferencia entre la presión fiscal sobre los ingresos de una estrella de fútbol contratada en Madrid, y otra en Barcelona, llega a suponer un 29% adicional, si se pretende satisfacer con salario la superior carga fiscal. Este sería el ejemplo paradigmático de la dificultad que entraña atraer talento a la capital catalana, aún cuando en este caso, la hipótesis sea algo extrema, dado que el talento y la singularidad en cuestión, se sitúa en 2 millones de euros de renta, por 12 de patrimonio.

Si nos atenemos a la crónica judicial reciente de los dos pichichis del Barça y del Real Madrid, vemos que en una cuestión se diferencian bien poco, y esa es la de intentar eludir con poco o ningún acierto la carga fiscal que les exige la hacienda pública. Desde luego que Foment no entra en este detalle, pero sí dedica una parte relevante de su informe a señalar cómo afecta este tipo de irresponsabilidad a las cuentas públicas. Así nos recuerda que si en España se redujera la economía sumergida, que supone el 25,2% del PIB, a la dimensión que ocupa, por ejemplo, en Alemania, eso es, un 15,6%, las arcas públicas aumentarían sus ingresos en 38.625 millones de Euros, lo que vendría a ser dos veces el actual déficit anual de las pensiones. La patronal catalana propone un plan de 4 años para reducir en 10 puntos la economía sumergida y llegar así a la media de los principales países europeos. No podemos sino compartir este planteamiento que centra la atención en la responsabilidad y la transparencia, aunque, al analizar la intencionalidad de la propuesta, nos encontremos con harina de otro costal.

El planteamiento es sencillo. Si la eficiencia recaudatoria es mayor, porque se persigue a quien se enriquece con la elusión y el fraude, hay mayor margen para reducir los impuestos en su conjunto y dar cuerda así al binomio mágico de la competitividad fiscal. Así Foment, después de apelar a la responsabilidad colectiva, pasa a plantear directamente la eliminación, en Cataluña, del impuesto sobre el patrimonio, la reducción del de sucesiones, los incentivos al ahorro a largo plazo, eso es, a los planes de pensiones, la neutralización del tramo autonómico del IRPF, o un régimen fiscal como zonas económicas especiales, para territorios despoblados, o lo que es lo mismo, la creación de zonas francas. Todo ello permitiría, se supone, recuperar para Cataluña la necesaria competitividad frente a otras comunidades autónomas que, como la Región de Madrid, atraen no sólo el talento sino también las sociedades y el capital, gracias a una onerosidad fiscal que para sí reclama la patronal catalana. Sin embargo, sin relativizar el agravio, vaya por delante que el planteamiento está viciado en aspectos que no son menores.

En primer lugar conviene recordar que el informe pasa por alto la situación de la presión fiscal de Cataluña y también de España en relación a Europa. Así, frente al 41,4% de media de la zona Euro, el estado se situó en el 2018, en un 34,5% de presión fiscal, casi 7 puntos por detrás de la media de los países de su entorno. Equiparar no sólo el fraude fiscal, sino la presión fiscal a la media de la Eurozona, supondría un ingreso suplementario de 80.000 millones, y si se hicieran ambas cosas al mismo tiempo, eso es, equiparar fraude y presión al ‘estándar europeo’, esto supondría 120.000 millones de ingresos adicionales, eso es, un 10% de nuestro producto interior bruto. Una cosa que se omite demasiado a menudo cuando se elucubra sobre la competitividad fiscal, es identificar exactamente qué países tienen una presión fiscal u otra, porque de hacerlo, se vería que a mayor presión fiscal, no tan sólo hay más competitividad en términos económicos, sino más atractivo social, porque aquellos países que más ingresan, mejor redistribuyen, y dotan de mayor equilibrio y cohesión a la sociedad.

El problema de fondo no es así ni es el de los matadores, ni de los futbolistas, ni tampoco el de las efímeras estrellas de la televisión. La cuestión reside en las palabras y en cómo se utilizan, y en cómo se puede evitar que induzcan al engaño. En estos términos, lo de la competitividad fiscal, es un binomio irresponsable y falso, porque con menos impuestos no mejora la economía, sino que lo que aumenta es la desigualdad. La competitividad fiscal no es así sino un eufemismo de otra competitividad, la competitividad social, que funciona mediante la devaluación competitiva de los estándares y recursos del estado del bienestar, dando aliento a la segregación e impidiendo que emerja el talento allí donde realmente existe, eso es, en barrios y escuelas, canchas y bibliotecas, en los hogares y en los centros de trabajo.

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