martes, 26 de diciembre de 2017

Las dos Catalunyas

Si comparamos el resultado del 21D con el del 27S parece evidente que las posiciones están enquistadas y que no hay horizonte más allá de la lógica de bloques. Aún así, si intentamos definir en detalle las dos posturas antagónicas, no tardamos demasiado en advertir que, en realidad, lo que falta es profundidad. Aquí no hay telón de acero como separador entre ideologías, ni tampoco existe una brecha abismal e insondable, como la que enfrenta a las históricas dos Españas, una de derechas, católica y centralista, la otra de izquierdas, anticlerical y periférica. Las dos Catalunyas, de existir, estarían divididas no por un telón de acero, ni por una tapia, ni una cuneta, sino por el estrecho filo de la navaja de Guillermo de Ockham.

Hace unos 700 años, este monje franciscano estableció el principio de parsimonia, que nos dice que ‘la explicación más sencilla suele ser la más probable’. Y eso es lo que nos hace falta, parsimonia, si queremos hacer un cálculo a mano alzada de la profundidad de las trincheras, y de lo irreductible de las placas tectónicas que, en grave liza, parecen remover los cimientos de nuestra actualidad y, con ella, de nuestro futuro inmediato. Dicen que tiene este conflicto algo de telúrico, que se presenta con gravedad geológica, y nos indican que, sobre el magma primordial, hay dos balsas de piedra que navegan en direcciones opuestas, cada una con su estandarte, y armada de sus propias razones, argumentos y propuestas teleológicas.

Sin embargo, el principio de parsimonia nada nos dice de la razón por la que la tensión que prevalece es aquella que reside en las enseñas. Junto a la navaja de Ockham está el pez que se muerde la cola, y con ella la demoscopia, en una suerte de profecía autocumplida, en la que el movimiento se demuestra andando y la hegemonía reproduce aquello que no es capaz de cuestionarse, ya sea por efecto estadístico, o por defecto de forma. En la noche electoral, ni uno sólo de los gráficos situaba la proporción de los votos escrutados por su orientación ‘ideológica’, siendo las dos Catalunyas monolíticas y rotundas, inamovibles y telúricas, del todo discrepantes, sin visos de una reconciliación, en apariencia enojosa y abominable.

Aún así, hasta el fraile franciscano convendría en que la simplicidad es, en política, el peor de los consejeros, porque ésta está hecha, como las personas, de un sinfín de matices. Mal que les peses a unos y otros, más allá de las banderas está el valor de la riqueza y del trabajo, la laxitud fiscal o la precariedad como estrategia para perpetuar poder y discrecionalidad. Está la hucha de las pensiones y la educación, que puede adoctrinar en la inmaculada concepción, pero no en el derecho a la emancipación de las personas, y he aquí que, en aspectos muy simples, pero determinantes, no hay diferencias, sino una comunidad de intereses que transgrede las trincheras y que, en plena contienda, desdibuja las fronteras.

Existe más allá de la cuestión ‘nacional’ una sola que resulta realmente relevante. Se trata del marco institucional en el que se ha condenado a una parte del conflicto al ostracismo y a la cárcel. Aquí no puede haber concesiones. Se requiere diligencia y justicia para situar de nuevo a todos en un mismo tablero. Después se precisa de generosidad, para nombrar a un o una persona ‘sabia’ y ‘neutra’, para que dirija el parlamento, y un consenso trabajoso pero lúcido, para que el ‘govern’ sea de todos/as e incite a que comencemos, entre todos/as, a suturar las heridas. A partir de aquí queda la política y la actividad legislativa y ejecutiva que recupere la diversidad de los argumentos, y trabaje por cohesionar una sociedad dividida, y, de paso, le ahorre el vértigo que comporta el caminar por el filo de la navaja de la simpleza absoluta.

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